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ALEJANDRO SÁNCHEZ: MIL MANERAS DE HACER UNA FOTOGRAFÍA

Alejandro Sánchez, un fotógrafo y académico universitario narra las batallas que libró para hacer periodismo en Ciudad Juárez, hasta que una pandemia terminó con su vida. Esta entrevista fue pactada meses antes de su partida.
Entrevista, cámara y edición: Gustavo Cabullo Madrid

CIUDAD JUÁREZ, CHIH., MX. / ENERO, 2021 (servisible.mx). –

“No le pido a Dios que no sea Covid porque no creo en Dios, solamente hagan un deseo para que no sea (Covid)”.

El silencio.

“Ya no puedo hablar más”.

Fin de la transmisión.

El 4 de noviembre de 2020, un video grabado con un celular circuló entre los empleados y docentes de la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez. Era el fotoperiodista local Alejandro Sánchez como nunca lo habían visto sus colegas; aterrado, enfermo, abatido, pero en una postura de informador nato, de aquel reportero que hasta el último aliento aprovecha para lanzar la denuncia, la alerta, la advertencia. Su último reporte.

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Alejandro Sánchez Rodríguez, “Alex” †, ejerció el fotoperiodismo en esta frontera desde 1984 y para él, este oficio le significó todo… todo. Inició en el rotativo El Universal de Ciudad Juárez, en el que entró como aprendiz, sin sueldo por seis meses, tiempo en el que vivió desde lo más noble hasta lo más riesgoso de esta labor.

A lo largo de 36 años, fue sumando experiencia en diferentes secciones del periódico, desde la Policiaca hasta Sociales y Espectáculos como fotoperiodista, jefe y corrector de fotografía.

Durante sus faenas sufrió todo tipo de ataques a su persona; golpes, atropellos, quemaduras, amenazas de muerte y hasta un intento de secuestro de manos del narcotráfico. No por nada se ganó el mote de “El Sietevidas”.

“Hacer periodismo en Ciudad Juárez es un verdadero reto; peligroso, malpagado, sin ningún respaldo de las empresas, gobiernos, autoridades, incluso, a veces hasta de la misma sociedad”.

Era la impresión de este hombre, de cerca de 60 años, que el pasado miércoles 6 de mayo (de 2020) fue brutalmente atacado mientras daba cobertura a la pandemia por el nuevo coronavirus, en la Clínica #66 del Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS), epicentro de pacientes infectados por este brote, causante de la Covid–19.

Recién salido de esta amarga experiencia, sin haber dormido 24 horas consecutivas, Alejandro Sánchez Rodríguez acude con este escribano para compartir su testimonio y, con ello, alertar a los compañeros del grave riesgo que enfrentan durante la cobertura informativa por la emergencia sanitaria y, de paso, revivir otros eventos desafortunados, nunca explorados, de viva voz de su protagonista y en los que el gran perdedor sigue siendo el gremio periodístico.

La reunión se pactó en Servicios Médicos de la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez, donde tendría su primera cita con el médico.

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“VAMOS A DARLE PISO”

A inicios de 1994, durante su participación en Sociales en el periódico local Norte de Ciudad Juárez, una sección aparentemente al margen de conflictos, alejada de estridencias políticas y policiacas, Alejandro estuvo al borde de ser ejecutado por sicarios al mando de Amado Carrillo Fuentes, “El señor de los cielos”, uno de los capos más influyentes del hampa en México.

Él y su colega, también reportero gráfico del mismo rotativo, cubrían el turno vespertino, cuando un sábado, a eso de las 16:00 horas fueron asignados a una supuesta fiesta infantil en el fraccionamiento “Misión de los lagos”, en un área céntrica de esta localidad.

Pero al no encontrar el domicilio, optaron por regresarse a la entrada de la zona habitacional para retomar su búsqueda a pie.

Mientras caminaban cámara en hombro por rumbos opuestos, Alex fue sorprendido por dos hombres.

—Eh, cabrón, ¿por qué le estás tomando fotos a la casa blanca? No te hagas pendejo, te vimos, ¿quién te mandó? —, le dijo uno de los malencarados y, en cuestión de segundos llegaron dos camionetas de lujo, tipo Suburban, de las que descendieron varios individuos con armas largas.

“Yo pienso que estos tipos nos estaban vigilando desde que entramos al fraccionamiento, pero ellos no se veían, al menos yo no vi a nadie. Esperaron a que me acercara a la salida del fraccionamiento para abordarme; me insultaron, me quitaron la mochila, a la cámara le sacaron el rollo y seguían cuestionándome”.

—Ya dinos, ¿quién te mandó? —, le insistían.

Ante la negativa, el fotoperiodista fue dirigido con jaloneos y maltratos hasta una de las camionetas; lo ingresaron a la fuerza en la parte trasera, donde tendría que permanecer agachado y en total silencio.

Una vez adentro del automotor, Alejandro sintió que estaba pisando algo, agudizó su mirada y vio que se trataba de un arma de alto poder. Sus nervios se acrecentaron.

“Vamos a darle piso”, dice que se escuchaba puertas afuera de la unidad.

En tanto, su compañero, cuyo nombre omitiremos por motivos de seguridad, sin saber lo que estaba ocurriendo, vio que escrutaban el vehículo de Alejandro y empezó a disparar su cámara.

Pero no duró mucho tiempo, cuando fue sorprendido por uno de estos hombres que le arrebató su equipo y lo tundió a golpes hasta dejarlo inconsciente, sobre la banqueta del fraccionamiento.

“Yo lo oía a él; sus quejidos, pero no podía verlo porque me tenían sometido, con la mirada hacia el piso”.

Gritos de dolor que pasaban desapercibidos por los pocos conductores y paseantes, temerosos de represalias; alaridos que llevaron a Alejandro a pensar en tomar aquella arma pesada para descargarla contra aquellos que atizaban a su colega y camarada.

“Viví un momento muy trascendental, flashazos de mi vida empezaron a transitar por mi mente”.

—¿Qué pensaste?

—Quizá te suene muy trillado, pero pensé si valía la pena perder la vida por una foto. Después me dio mucha impotencia. Yo sabía que ya me iban a asesinar y sentí el coraje para agarrar ese rifle AK-47 y llevarme a unos cuantos por delante”.

Pero al verse inexperto en el uso de armas de fuego, desistió de su idea.

Luego, llegó uno de los brabucones y le ordenó que siguiera en la misma posición.

Una voz masculina, a quien identificaban como “patrón”, giraba órdenes a través de un aparato de radiofrecuencia.

“Patrón, está pasando esto; qué hacemos patrón; usted diga patrón, ordene”.

Se aproximó quien parecía ser el líder o jefe de los supuestos sicarios y, con palabras altisonantes, le advirtió a Alex que la hora de su muerte había llegado.

—Ya te llevó la chingada, cabrón.

Pero, por lo que alcanzó a escuchar, hubo una confusión, producto del miedo de los agresores por contradecir al “patrón”. En todo momento se habló en singular, por lo que el “jefe” asumió que se trataba de una sola persona la que estaba “merodeando” en la “casa blanca” y no de dos.

A unos metros yacía el cuerpo de su compañero tirado, con el cráneo expuesto de tanto golpe recibido en la cabeza.

A la vuelta de unos minutos, del otro lado del aparato de radiofrecuencia, se emitió la última orden:

—Ahí déjenlo, vénganse ya.

Todo había transcurrido en menos de media hora. Pero debido al aspaviento a través del equipo de radiofrecuencia, la Policía Municipal hizo acto de presencia y, con ella, la prensa.

Sin oponer resistencia, dos de los atacantes se pusieron a disposición de los uniformados y todos, incluido Alejandro, fueron trasladados al Tribunal de Barandilla Municipal para levantar cargos por lo ocurrido, mientras que su colega agredido fue llevado al hospital más cercano.

Pero a su arribo a la estación de policía, algo no le cuadró a Alejandro.

“Resulta que el juez estaba siendo custodiado por dos ‘judiciales’ que habían estado como sicarios una hora antes”.

Así que el temor lo hizo renunciar a cualquier intento de denuncia.

“Porque iban a asentar mi domicilio, iba a exponerme, además por el miedo de que pudieran tomar venganza, sobre todo en contra de mi familia”.

Al ser liberado, Alejandro le llamó a un compañero para decirle que había tenido problemas con la justicia y que pasara por él para recoger su auto al fraccionamiento Misión de los lagos.

“En todo el camino no podía hablar, estaba aturdido”.

Al llegar a la redacción, Alejandro buscó al director de nombre Vicente Jaime, para ponerlo al tanto de lo ocurrido. Se convocó al personal a una junta extraordinaria en la que, después de un par de horas, se determinó que el “levantón exprés” de Alejandro y la golpiza en contra de su colega serían la portada del rotativo del día siguiente.

Otro de los acuerdos fue enviar a dos reporteros al hospital para tratar de entrevistar o, al menos, tomar evidencia visual del estado de salud de su compañero fotógrafo de Sociales.

Alejandro tenía 33 años y esta experiencia la definió como un momento de supervivencia, amargo, difícil de superar, por lo que trató de borrarla de su memoria.

—¿Por qué lo cuentas hasta ahora?

—Porque ya quiero que todo esto cambie, ya han sido muchos años de estar a la sombra de las autoridades, de que nadie haga nada por el gremio; nos acusan, nos vapulean. Creo que es importante que empecemos a hablar, a ser noticia también nosotros.

Tras el seguimiento noticioso de Norte de Ciudad Juárez, se dio a conocer que el actuar de los supuestos matones obedecía a una reunión a puerta cerrada en una “casa blanca” del fraccionamiento Misión de los lagos, entre Amado Carrillo Fuentes con otros narcotraficantes de primer nivel en este país.

Detalles sobre aquella reunión con “El señor de los cielos” seguían siendo publicados en el “Norte…”, hasta que, a decir del entrevistado, “le llamaron por teléfono a Vicente Jaime para amenazarlo con atacar el periódico”, entre otras represalias, por lo que al día siguiente el medio le dio carpetazo al asunto.

Pese a la agresión, no se adoptaron medidas precautorias en el rotativo, tampoco hacia los reporteros, “sólo en ocasiones, cuando se trataba de cubrir un evento policiaco salían acompañados”, desestima Alejandro Sánchez Rodríguez.

“El periódico, incluso, ya no me acuerdo si fue en el contexto de lo que nos había sucedido a mi compañero y a mi… porque ya estaba muy álgida la situación, fueron y balacearon afuera de las instalaciones y nosotros seguíamos trabajando. De mi parte, lo que hice fue renunciar para que no me ubicaran”.

Alex inició un trabajo desde casa, de serigrafía, imprimiendo camisetas, con lo que sobrevivió todo un año.

De su compañero golpeado en Misión de los lagos, dijo que interpuso la demanda, pero que fueron a presionarlo hasta su casa para que retirara los cargos, a cambio de una compensación económica.

“No estoy seguro si mi compañero aceptó o no el dinero, de lo que sí me acuerdo es de la cantidad, eran 60 mil pesos”.

Con el tiempo, despidieron del periódico a su colega.

A la vuelta de un año, la adrenalina del periodismo motivó a Alex a volver a los medios informativos, en esa ocasión a El Diario de Juárez, donde lo condicionaron a trabajar con un perfil aún más bajo.

Lo comisionaron a la sección de Espectáculos, en la que cubría conferencias de prensa de artistas y conciertos, una dinámica en la que el fotógrafo cumplía con su asignación, llegaba a la redacción, entregaba el material y se esperaba hasta el cierre de edición.

Para entonces, recuerda que había un debate local entre compañeros fotoperiodistas y editores, para ver qué tan conveniente era firmarles sus fotos y, con ello, darle la real dimensión a su trabajo.

Alejandro se oponía después de lo sucedido en el 94’. Él prefería que sus imágenes, al menos en ese momento, no le fueran signadas.

—¿Qué te decían los compañeros, respecto al incidente del 94’?

—Es una cosa curiosa… en ese tiempo me apodaban ‘El Sietevidas’, porque tuve varios accidentes graves durante el trabajo, de diferente índole y siempre salía avante.

Uno de ellos, recuerda, fue mientras esperaba el semáforo en un crucero. De pronto, un flamazo se coló por la ventana de su vehículo de forma intempestiva, proveniente de una pipa de gas con fuga. El cabello de Alejandro quedó achicharrado y la carrocería de su vehículo con serios daños, pero ni el operador de la pipa ni el mismo periódico asumieron responsabilidades.

*****

En 1997, Alejandro vio en la docencia una manera de compartir lo aprendido con las nuevas generaciones de profesionistas. Fue invitado a dar clases en la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez (UACJ), en el Instituto de Arquitectura, Diseño y Arte, donde empezó a impartir materias como Teoría del color, Semiótica de la imagen, Historia del diseño en México y Análisis de la cultura y el arte.

Lo cual, tampoco le impidió dejar el periodismo.

“Es mi pasión, está en mi ADN”, expresó emocionado.

“Para que te des una idea, te cuento que estuve casado; ella me conoció como fotógrafo y después de 13 años de ejercer mi carrera, de estar en el periódico 12, 18, hasta 20 horas cuando había elecciones… un día (mi esposa) me preguntó ¿o yo o la fotografía? Yo le dije que la fotografía y me pidió que me fuera de la casa”.

Por las mañanas, Alejandro era docente y por las tardes recorría Ciudad Juárez en busca de fotografías que reflejaran la cotidianidad de su gente, una actividad que le fue remunerada, no únicamente con la satisfacción personal, sino también con reconocimiento internacional.

Prueba de ello, en 2019 la prestigiada revista Cuarto Oscuro posicionó a Alejandro Sánchez entre los mejores 24 fotógrafos de México durante el Concurso Nacional de Fotografía y en octubre de ese mismo año fue el único mexicano elegido para representar a este país en una exposición colectiva denominada 100 Imágenes, que comprendía precisamente de 100 imágenes de 22 fotógrafos de diversas nacionalidades. La puesta inició en Rusia y fue programada en Polonia, Francia, Estados Unidos, Zimbabue, Perú, Japón y en el Centro de las Artes de su casa, la UACJ.

En 2018, Alejandro empezó a colaborar para el periódico digital La Verdad Juárez, donde también sorteó obstáculos durante el ejercicio de su labor.

“¿Mala suerte? No lo sé, quizá es mi naturaleza, amo mi trabajo y me encabronan las injusticias”.

*****

DOS CUERPOS EN UNA CARROZA

El pasado 6 de mayo (de 2020), mientras Alejandro Sánchez daba cobertura a la pandemia por el nuevo coronavirus en la Clínica #66 del Instituto Mexicano del Seguro Social, epicentro de infectados por este brote, fue blanco de una agresión que lo hizo revivir aquel suceso de 1994.

Como era habitual, ese día llegó al hospital a las 18:00 horas y notó que en sus inmediaciones había un grupo de evangélicos cantando y orando para reanimar a las familias que aguardaban expectantes cualquier noticia de sus familiares enfermos de Covid-19.

“Eran bastantes, unos 40, tenían instrumentos musicales; guitarras, panderos, teclados, bocinas grandes”.

Alejandro se acercó y les preguntó si podía hacerles algunas fotos que tuvieran como fondo el nosocomio. La mayoría aceptó y los que rechazaron su propuesta simplemente se dieron la vuelta para no salir a cuadro.

“Se me hizo muy curioso porque hacían muchos movimientos corporales mientras estaban cantando; levantaban los brazos… y eso era lo que quería yo captar”.

Terminando, se percató de que justo enfrente del hospital se había estacionado una carroza.

Se le aproximó, se presentó con el hombre frente al volante, le dijo que era fotoperiodista y le preguntó si podía hacer unas imágenes de la unidad.

El guiador le contestó que no estaba en él prohibirle hacer su trabajo, pero que tenía que respetar protocolos, como preguntarle a la familia de los difuntos.

“Me dijo que estaba esperando dos cuerpos para llevarlos a la funeraria”.

“¿Dos cuerpos?”, se preguntó Alejandro. “Qué raro, pensé. Yo sólo veo una carroza, quizá están esperando a que llegue la otra”.

Con la intención de ganarse su confianza, Alex le sacó plática al guiador.

Ambos charlaron unos 20 minutos, hasta que el chofer recibió la señal de uno de sus compañeros que, a lo lejos, le dio a entender que estaba todo listo.

El conductor del coche fúnebre le dio permiso a Alejandro para aproximarse y hacer sus fotos.

“Yo no sabía exactamente por dónde sacaban los cuerpos, le pregunté y me dijo que por una reja enseguida de urgencias (a unos 200 metros, por donde estaba su compañero)”.

El hombre dio marcha al vehículo y Alejandro lo siguió a pie.

Al llegar, el guiador de la carroza le comentó que los tres jóvenes frente a ellos eran los hijos de una de las víctimas mortales de la Covid-19 que trasladarían a la funeraria.

Alejandro se dirigió hacia ellos, abordó a uno de los varones, le dijo que era fotógrafo de prensa y le preguntó si le permitía hacer unas fotos del ingreso del cuerpo a la carroza. Después de un breve silencio, el muchacho asintió con la cabeza, le dijo que por él no había problema, pero que lo consultaría con sus dos hermanos (hombre y mujer), para que todos estuvieran de acuerdo.

“Iban muy afligidos, llorando, pero aún así fueron amables”.

Confiado, el fotoperiodista quiso ir más allá.

Les pidió a los dolientes su consentimiento para avanzar junto a ellos al área donde entregan los cuerpos y así pasar desapercibido ante los ojos de las autoridades del nosocomio. Nadie se opuso.

Al llegar, notó a varios empleados del hospital haciendo el trámite y Alex les advirtió: “Van a ver… ahorita que me vean con la cámara me van a correr”. Tomó una sola imagen de la carroza, previo a que sacaran el cuerpo y, como lo había vaticinado, se le acercó personal de la institución médica y le pidió que se retirara.

“Llegó una persona uniformada con el logo del IMSS (impreso) en su camisa, se paró frente a mi cámara y ya no pude ver cómo sacaban el cuerpo”.

Sin entrar en conflictos, se dispuso a cambiar de estrategia. Esperó a unos metros de distancia, fuera de los límites del hospital, hasta que vio venir el coche fúnebre.

Sin que se alcanzara a apreciar su interior, debido al alto polarizado, empezó a disparar su cámara, aprovechando cualquier instante, hasta que la unidad llegó a la calle principal para continuar su trayecto hacia la funeraria.

Transcurrieron unos segundos, Alejandro se dio la vuelta para emprender su regreso, cuando sintió un duro golpe por la espalda, directo a la cabeza.

Sin tiempo de voltear, cayó noqueado al suelo, lo que su agresor aprovechó para propinarle unos puntapiés.

“Yo no sabía quién o cuántos eran, no entendía en ese momento, tenía la vista nublada”.

Menciona que el golpe en la cabeza lo hizo perder momentáneamente la noción del tiempo y el espacio y que, por más que intentaba levantarse, se le iba el balance de su cuerpo.

Cuando apenas lo estaba logrando, de nuevo fue arremetido con fuerza, “me lanzó contra uno de los barrotes de las rejas del Seguro, parecía yo un guiñapo”.

Con el impacto, sintió un escurrimiento desde la frente, lo cual asumió que era sudor.

A pesar del trauma, pudo entreabrir un ojo y logró ver que su agresor era un hombre, aparentemente joven.

Furioso, el victimario tomó una de las cámaras y la arrojó a unos metros de distancia, causándole serios daños.

“No entiendo por qué además agredió mi equipo, mi material para trabajar. Supongo que, como ahí iban las fotos que tomé, quería que se borraran”.

Ese día, Alejandro cargaba dos cámaras. La que lanzó su agresor era una Nikon D4, valuada en 42 mil pesos (lente y cuerpo), según sus propios cálculos.

“Yo creo que este muchacho no sabía que la cámara tenía una tarjeta de memoria que se podía sacar; me hubiera pedido que borrara las imágenes. Tampoco lo puedo acusar de robo, porque nunca quiso llevarse mi cámara”.

Aquello que pensó que era sudor, resultó ser sangre que “brotaba escandalosamente”, cubriéndole completamente los ojos e imposibilitándole la visión.

“Sólo veía una luz muy fuerte, pero sin poder definir absolutamente nada. No entendía qué estaba pasando”.

Creyó que el golpe le había causado ceguera.

“Me traté de quitar la sangre y alcancé a ver a este chico corriendo, como a 15 metros de distancia, hasta que se tropezó y se cayó”.

Fue cuando los agentes de la Guardia Nacional, comisionados a resguardar la Clínica #66 del IMSS –y que habían presenciado el incidente–, le dieron alcance al joven.

“Llamaron a la Policía y en cuanto llegó se apoderó del caso”.

—¿Cómo está eso que la Policía se apoderó del caso? —, se le inquiere.

—Es aquí donde cambia el discurso, que es muy interesante contar…”.

De nuevo, como en el 94’, Alex fue víctima de la “ignorancia, nepotismo y arrogancia de algunas autoridades locales”.

“Ese maltrato hacia mi persona, con una prepotencia infinita, poniéndose de acuerdo con mi atacante”.

Para entonces, el agresor les había comentado a los uniformados que su enojo obedecía a que Alejandro había hecho fotos de su papá fallecido por la Covid-19.

Cuando Alejandro finalmente despejó sus ojos de la viscosidad de la sangre, se percató de que su victimario –posteriormente identificado como Iván Enrique Falcón Ortega–, “era un hombre bastante joven”.

Pero lo abordaron dos dudas. Una: por qué Iván decía que era su papá el que iba en la carroza, cuando minutos antes había hablado con los hijos del fallecido que, se supone, iba en el interior de la unidad (y que Iván no figuraba entre ellos) y, dos: no entendía la manera en que la Policía se ponía en todo momento del lado del agresor, en una postura de juez.

“Ellos (los oficiales) asumían que yo había cometido una felonía, un acto violatorio hacia el muchacho, al haberle tomado fotos a la carroza donde supuestamente iba su papá”.

Insistió en que, al pedirles permiso a los tres jóvenes para hacerle fotos al coche fúnebre con el cuerpo en su interior, nunca ubicó a Iván.

“Yo pensaba que era pariente de los jóvenes, con quienes había platicado antes”.

Al pedir una explicación, uno de los agentes policiacos le aclaró a Alejandro que la carroza (en un hecho sin precedentes en esta ciudad), llevaba dos cuerpos, víctimas de la Covid-19.

“A dos padres de familia”. Uno de los tres jóvenes con quienes acordó hacer sus fotos y al papá de Iván, quien fue el único familiar en recibir el cuerpo.

“Ahí fue donde estuvo la confusión y comprendo la molestia de este chico”.

Después de los hechos, el fotoperiodista revisó con calma las imágenes y constató que en una de ellas aparecía Iván, dentro de un grupo de personas, muy cerca de la familia con la que hizo contacto.

Alejandro estaba indignado con el trato anti-ético que recibió de la Policía local.

“La Policía en el mismo lugar determina que yo soy el culpable… que cometí varios delitos, uno de ellos, allanamiento a la Clínica #66 del Seguro Social. Y después, aún y con mi herida profunda, empecé a ser agredido de forma verbal. Lo que más se me grabó fue cuando uno de ellos dijo ‘yo soy el comandante aquí… y ustedes los de la prensa siempre se han creído muy chingones”.

Alejandro fue ingresado a empujones a la patrulla y, mientras aguardaba en su interior, los uniformados seguían charlando con Iván.

La víctima considera que, lejos de los prejuicios de la Policía, tenía que ser médicamente atendido.

“No sé si sea prudente comentarte esto, pero tengo Licenciatura en Periodismo y Maestría en Periodismo por la Universidad de Florida en Estados Unidos y estoy preparado para este tipo de cuestiones. Yo les hacía saber que, en primer lugar, ellos eran agentes municipales y el Seguro es una institución federal”.

Les reclamaba: “¿Ustedes qué tienen que ver, acusándome de haberme metido al Seguro e, independientemente, él me golpeó, necesito atención médica, después de eso ya que el asunto se solucione en Barandilla”.

Señaló que los elementos de la Guardia Nacional también se pusieron de acuerdo con la Policía local, incluso que se ofrecieron como testigos para acusarlo de haber ingresado a las instalaciones del IMSS.

“También, lo que me causó conmoción, más que la conmoción física, fue el hecho de que dos miembros de la Guardia Nacional le decían a este joven que había actuado bien, haciendo justicia por propia mano. Me empezaron a presionar para que no levantara cargos y que ahí mismo nos pusiéramos de acuerdo para que cada uno nos fuéramos a nuestras casas. Aunque debo admitir que sí me intimidaron, no acepté”.

La Policía local determinó que los dos irían en calidad de detenidos a Barandilla, pero que Alejandro terminaría en el Centro de Readaptación Social para Adultos (Cereso).

Ambos viajaron por separado en vehículos oficiales, pero antes de llegar a la comandancia pasearon por varios minutos a Alex, tratando de convencerlo, de manera infructuosa, de iniciar cualquier proceso penal.

A su arribo a Barandilla, antes de despojarlo del celular y sus dos cámaras fotográficas, Alejandro logró enviarle un mensaje a la directora del periódico laverdadjuarez.com, Rocío Gallegos, con una imagen de lo ocurrido. El mensaje decía que estaba herido, que lo habían golpeado y que no sabía qué hacer con la Policía.

Con la experiencia del suceso del 94’, Alejandro sabía cómo responder ante otras situaciones que podían presentarse.

Le ordenaron que esperara de pie, frente a una pared, lo que se prolongó por un lapso de dos horas y media, sin recibir tratamiento por sus heridas.

Entre papeleo, risas, chismes, llamadas telefónicas y la indiferencia de los empleados, el tiempo seguía transcurriendo.

Hasta el lugar arribó Rocío Gallegos, pero le negaron que su colaborador estuviera ahí, detenido.

Llegó el juez del Tribunal de Barandilla Municipal.

“Durante este encuentro (con el juez), Iván, no sé si por consejos de las autoridades, comentó que yo había iniciado el pleito y que también lo había agredido físicamente”.

El juez le dio mayor peso a la declaración del agresor.

“Otra situación que me asombró fue ese trato del juez para mi persona, para el agredido… para la prensa. Se deslindó de manera obscena de la situación”.

Contó que, “en un acto de discordancia de un juez incompetente”, gritó:

—A ver, a ver, uno me dice una cosa y otro me dice otra cosa, pues yo no puedo saber quién me está diciendo la verdad.

A lo que Alejandro le increpó:

—¿Es usted juez?

—Sí

—Entonces para qué está, si sabe que aquí siempre va a haber contradicción.

Bajo este panorama, Alejandro se enteró del drama por el que atravesaba el joven Iván Enrique Falcón Ortega.

“El chavo estaba pasando por un proceso familiar muy fuerte y que entendí inmediatamente. Además de la muerte de su papá, ya habían fallecido su mamá y su abuelita, todos en un lapso de una semana, por lo mismo… por el Covid. Y esa era su molestia”.

Cuestionado con relación al estado de ánimo de Iván, recuerda que se le veía confundido, “fuera de sus cabales”.

Al final del día, el juez se deslindó de responsabilidades, argumentando que el evento no era de su competencia.

Transcurrieron cerca de tres horas para que las autoridades entendieran lo que había ocurrido y que Alex pasara de victimario a víctima.

El juez ordenó que el fotógrafo fuera atendido en una de las áreas de la estación de policía, donde le aplicaron agua oxigenada en su herida.

Cada uno partió rumbo a casa.

“A las siete de la mañana, todavía no había podido dormir, hasta ayer en la noche fue que pude conciliar el sueño. O sea, duré más de 24 horas sin poder dormir”.

—¿Por el dolor, por la herida…?

—Por todo lo que estaba pasando… del dolor físico ya estoy acostumbrado, mira…

“El Sietevidas” mostró su codo derecho en el que se reveló una cicatriz de aproximadamente 15 centímetros. “Fue un batazo… me quebraron el brazo”.

“Tengo cuatro costillas rotas, dos de cada lado; tengo la tibia y el peroné fracturado de la pierna derecha. Yo crecí en un ambiente de soportar el dolor físico. Pero no porque sea mala persona o por actuar de mala fe”.

Mencionó que durante su periodo de insomnio se llenó de dudas e ideas y que cada vez que pensaba en el ataque de Iván, comprendía su furia.

“Todo fue producto de una confusión. Eran dos cuerpos en una carroza, con razón al principio me dijo el chofer que estaba esperando dos cuerpos. Si hubiera tenido el antecedente, hubiera borrado las fotos de la memoria”.

Otro dato que recordó fue que en todo momento los policías hacían sentir al agresor como un niño. Le decían “morrillo”, hasta llegó a pensar que se trataba de un menor de edad.

“Luego me entero que tiene 22 años y que está casado. Pero no todas las injusticias que viví ese día fueron por culpa de él, sino de los policías de cómo se apropiaron del caso al extralimitarse en juzgarme, en decidir que yo era el culpable y tratar de hacerme desistir de interponer la denuncia”.

Al día siguiente, Alejandro acudió a la Fiscalía para formalizar su acusación y allí también recibió un trato desdeñoso, frívolo, poco amable.

“Es muy triste ver que el mundo está atravesando por una pandemia, que no sabemos si hoy seguimos aquí o no y que la gente o, en este caso los servidores públicos, lejos de sensibilizarse, como que se ponen más bravos, más fríos. Hasta la doctora me trató de forma militar”.

—Siéntese. No hable. No se queje. Ya lo estamos atendiendo.

“A mí no me inhibió eso, pero supongo que sí, a toda esa gente que llega ahí con sus problemas”.

Fue en la Fiscalía General del Estado, donde clasificaron su herida como superficial, a pesar de que se le alcanzaba a ver el cráneo.

Incluso, el personal médico se negó a ver las fotografías de la lesión.

—No hace falta, guarde su cámara, conozco su caso–, le ordenó la doctora en turno.

Alejandro nunca se preocupó por futuras secuelas, sólo le inquietaba no haber conciliado el sueño por más de 24 horas seguidas.

“Lo puedo adjudicar a la conmoción de lo sucedido, tanto mental como física, pero no sé qué pase en los días siguientes, estaré atento”.

Luego de repensar el caso, decidió retirar los cargos, “por el bien del muchacho”.

“No sé si se siga por oficio, lo voy a investigar, incluso voy a tratar de que no me pague el equipo, porque veo la condición del chavo y eso es lo que me motiva a dar ese paso”.

Por lo que pudo observar, Iván es de bajos recursos económicos “y no parecía que fuera mala persona”.

—En este momento, la mayoría de los reporteros están dando cobertura a la pandemia por el nuevo coronavirus. Se dice que después de los profesionales de la salud y las autoridades, quienes están en la siguiente línea de batalla son los periodistas ¿Cuál sería tu mensaje para todos ellos? —, le pregunta este escribano.

—Hay un compañero con Covid-19, fotógrafo, en este momento—, responde.

“No he podido hablar mucho con él. Sé que está en confinamiento, sé que contagió a su esposa y que ella está en un hospital, intubada, muy grave. No podría decirte si está recibiendo apoyo del medio en el que trabaja, pero eso no sale a la luz pública, que nosotros (los periodistas) trabajamos en un riesgo muy alto. Ojalá te pudiera decir que la empresa los respalda, pero no creo. No creo”.

Alex se refería a Gabriel Cardona, fotoperiodista y jefe de fotógrafos en El Diario de Juárez, cuya esposa, la también periodista Patricia Cabrera, a unos días de esta entrevista falleció de Covid-19.

“En esta jornada de pandemia, con tal de hacer y ganar la foto o la nota, el periodista cruza esa línea, sin medir consecuencias”, admite Alejandro Sánchez. “Cuando en la Clínica #66 del Seguro, el policía me preguntaba ‘usted qué hubiera hecho si fuera su papá, yo hubiera hecho lo mismo’. Yo le decía: Entiéndalo, también es mi trabajo”.

Y agregó: “Como este muchacho que me agredió, la gran mayoría de las personas no tienen noción de lo que es el periodismo y nos ven como invasores hacia sus familias, siendo que también podemos ser su voz. Nosotros estamos para servirles. En este caso en particular lo voy a decir y lo voy a seguir repitiendo: todo fue producto de una confusión”.

*****

A lo largo de su vida, Alex aprendió tanto de la vida, como de la muerte. En 2012 perdió a tres de sus hermanos, a sus padres, a un cuñado y a un sobrino; de cáncer, paros cardíacos y secuelas por enfermedades. Ese mismo año le pidieron el divorcio.

“Estábamos sepultando a mi papá el 19 de noviembre, cuando le entró una llamada a mi hermana, del hospital, para avisarle que su hijo había muerto”, así concluía ese 2012.

Antes de entrar al periodismo, Alejandro estuvo en un movimiento estudiantil en la Universidad Autónoma de Chihuahua, él era quien encabezaba las marchas; se enfrentaba a lo más riesgoso. Se ponía enfrente cuando había represión de las autoridades…

“Una vez, un amigo que ya no está con nosotros me preguntó que por qué hacía esto”.

—¿Qué te quieres morir o qué? —, le inquirió.

—Pues a lo mejor sí —, le respondió.

Desde niño, Alejandro sufrió problemas respiratorios que lo hacían depender de un ventilador o respirador artificial para poder dormir.

“Soy asmático desde que tengo uso de razón y siempre he batallado con eso. Hay épocas en la vida en las que me harto de estar viviendo así”.

—Puede que tengas razón—, vuelve a recordar aquella plática con su amigo fallecido. —Inconscientemente puede que sea eso y por eso sigo en el periodismo.

“En la secundaria yo era el que siempre se peleaba con el más grande, con el más fornido… Y en el periódico el que se subía al helicóptero a hacer fotos desde arriba. O el que se trepaba a ‘la bola del Gardié’ (edificio de cristal, en una de las avenidas más transitadas de Juárez), cuando estaban limpiando los vidrios, para hacer una foto-nota sobre trabajos riesgosos. O el que escalaba con todo el equipo a la torre de Hipermart (de aproximadamente 100 metros de altura) a fotografiar a Juan Tenorio (locutor de radio que, en vida, pernoctaba en la cúspide de esta torre de hierro) durante la campaña de recolección de juguetes para Navidad. Y como esos, te puedo mencionar muchos ejemplos”.

Y durante la pandemia, Alejandro siempre buscó el mejor ángulo, “aquel que reflejara la angustia, el dolor, la impotencia”.

—¿Cuál ha sido tu mejor ángulo?, se le aborda.

—La dirección de la cámara es omnidireccional, tiene millones de ángulos desde los cuales puedes tomar una fotografía. Va a pasar toda tu vida, te vas a morir y nunca tomaste con todos los ángulos, hay mil maneras de hacer una fotografía. Y no se queda en el arriba, en el abajo, de un lado o del otro.

Así, Alejandro le fue disparando con su cámara a varias de las víctimas de coronavirus, hasta diciembre de 2020, cuando él mismo fue presa de este brote.

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EL VIRUS QUE TERMINÓ CON “EL SIETEVIDAS”

El 4 de noviembre de 2020, un video grabado con un celular circuló entre los empleados y docentes de la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez. Era Alejandro Sánchez como nunca lo habían visto sus colegas; aterrado, enfermo, abatido, pero en una postura de informador nato, de aquel reportero que hasta el último aliento aprovecha para lanzar la denuncia, la alerta, la advertencia. Su último reporte.

TRANSCRIPCIÓN:

“Hola, soy maestro en la UACJ.

Hace tres días que tengo fiebre, tos y batallo para respirar.

Hasta hoy vine a Servicios Médicos, ya tengo tres horas aquí.

En cuanto me tomaron los signos me encapsularon en mi carro, acabo de ir a preguntar a ver qué sucede y un chico de la entrada dice que no sabe. Le pregunté si había médicos y me dijo que sí, pero no había ningún paciente.

Este video no es en contra de Servicios de la UACJ, es para que ustedes, que vean este video, sepan que tienen que atenderse lo más pronto posible; no hay lugares, no hay camas, no hay respiradores.

Hoy estamos a 4 de noviembre y estar esperando aquí y luchar contra cada respiro es muy difícil, casi me acabo este medicamento, que es un espray (aerosol) que dilata los bronquios, sólo así he podido respirar, pero no me lo pongo como indica el producto, lo estoy usando cada 30 minutos.

Ahorita fui y le dije al enfermero encargado que sentía que la fiebre me había subido, bueno le dije la temperatura y él me dijo que sí. Me tomó la temperatura y me dijo que tenía fiebre (Alejandro estalla en tos).

Cuando toso parece que se me va a reventar la cabeza, tengo los ojos completamente rojizos por el esfuerzo que hace la garganta para tratar de expulsar lo que esté ahí.

Yo no digo que sea Covid y espero que no sea, pero es muy… (Alejandro cierra los ojos)…

Retoma. Es muy desgastante estar esperando que te atiendan. Tengo mucho frío, traje una chamarra de invierno, ahorita me la voy a poner y voy a esperar a ver a qué horas me hablan. Repito: esta situación no es de Servicios Médicos ni del Seguro ni del ISSSTE, ni del Hospital General. Esta Pandemia nos ha rebasado a nivel federal, estatal y municipal.

No sé dónde pude contagiarme, yo me acercaba a tomar fotos de los que llegaban a recibir atención y vi como esperaban en la ambulancia hasta cuatro horas: los familiares desesperados, pero yo no me acercaba a ellos, siempre estaba a una distancia de más de 30 metros y arriba de mi carro, así que no creo que sea por eso.

No sé en qué momento, si es que tengo Covid, me contagié, pero no le pido a Dios que no sea Covid porque no creo en Dios, solamente hagan un deseo para que no sea Covid.

Ya no puedo hablar más”.

Fin de la transmisión.

Un mes después de la difusión de este video, el viernes 4 de diciembre de 2020, Alejandro Sánchez falleció a la edad de 59 años, tras una difícil batalla contra la Covid-19.

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La Press Emblem Campaign (PEC, por sus siglas en inglés) una Organización No Gubernamental, enfocada en la libertad de expresión y sin fines de lucro con sede en Ginebra, expone que en 2020, México ocupó el cuarto lugar de periodistas víctimas mortales de Covid-19, con 42 decesos.

Mientras que en todo el mundo se han registrado 585 fallecimientos de periodistas, tras la pandemia, destacando los casos de Perú, con 93; India, con 53; Brasil, con 51; México, con 42; Ecuador, con 41: Bangladesh, con 41; Italia, con 34; Estados Unidos, con 30; Paquistán, con 22; Turquía, con 17 y Reino Unido, con doce (Dato actualizado hasta diciembre 29 de 2020).

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—¿Cómo fue tu primera foto? —, se le pregunta a Alejandro Sánchez en noviembre de 2019, cuando el fotoperiodista fue enterado de que algunas de sus obras serían exhibidas en varios países, iniciando en Rusia, como parte de la exposición 100 Imágenes

—Fue con una cámara profesional que me regaló mi hermano Felipe, a los 10 años—, contestó.

Y compartió la anécdota.

Recuerda que, emocionado, se dirigió a la Zona Centro de Ciudad Juárez, donde encontró a una mujer sentada en el filo de una banqueta, llenando bolsas con pepitas. Se le aproximó, enfocó su cámara y, justo cuando disparó, la vendedora alzó la cara y se topó con la lente, lo que le causó enojo y aventó sus cosas para reclamarle su atrevimiento. Lo correteó, le gritó groserías, no supo hasta dónde lo siguió, pero no paró hasta llegar a su casa, que estaba en la colonia Chaveña, localizada a varias cuadras de distancia, superando con ello su primera carrera de obstáculos, de muchas, que “El Sietevidas” sorteó a lo largo del difícil, pero apasionante mundo del periodismo.

Alejandro Sánchez Rodríguez nació en Aguascalientes el 24 de abril de 1961. Llegó a Ciudad Juárez a los cinco años junto con su familia. Le sobreviven siete hijos. (Fotografía: Cortesía)

En memoria de todos los comunicólogos, periodistas y fotoperiodistas que han perdido la vida durante el cumplimiento de su deber, a causa de la pandemia por el nuevo coronavirus SARS-CoV-2 †.