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Mario Flores: Mientras pueda ver la luz

A Mario la prisión le quitó la vida y se la devolvió. Lo condenaron a muerte por un crimen que no cometió y tras 20 años en el pabellón de la muerte y tres fechas para su ejecución, lo deportaron a México por Ciudad Juárez.
Entrevista, cámara y edición: Gustavo Cabullo Madrid

CIUDAD JUÁREZ, CHIH., MX. / ABRIL, 2020 (servisible.mx). – 

Mario Flores Urban llegó a Chicago en 1972, a los siete años de edad, de la mano de sus padres y hermanos, procedentes de la Ciudad de México, en busca de un mejor futuro. Con el paso de los años, como sucede con algunos jóvenes inmigrantes, la pandilla de su barrio se volvió su refugio y estilo de vida en aquel país de enormes contrastes sociales. Al poco tiempo, inició su carrera criminal como robacarros. Al noveno atraco fue sorprendido por la Policía y trasladado al tutelar para menores. Este primer encierro llevó a sus padres a cambiarse de casa y matricularlo en una escuela particular, donde el adolescente no sólo recibió tutoría de quien luego se convertiría en la primera dama de Estados Unidos, Michelle Obama, sino que también descubriría un sorprendente talento como atleta, en salto de trampolín. Pero el barrio no tolera desplantes. Mario empezó a adquirir fama. Periódicos como el Chicago Sun Times y el Chicago Tribune contaron su historia. Se perfilaba como un competidor en los Juegos Olímpicos de Seúl 1988 y diez universidades de la unión americana se lo disputaban. En 1984, mientras celebraba el Año Nuevo en compañía de familiares y amigos, a seis millas de distancia de su hogar, el jefe de la pandilla rival -Gilberto Pérez- era asesinado a tiros. Fue el primer homicidio del año registrado en Chicago. Los testigos, sus propios “hommies”, afirmaron que Mario lo había matado. El barrio no perdona, ni olvida. A causa de esos testimonios, el 10 de noviembre de 1984 Mario terminó preso y el 19 de agosto de 1985 fue condenado a muerte y trasladado al Centro Correccional de Pontiac, el reclusorio de mayor seguridad de Illinois.

Conocí a Mario en Juárez, la misma ciudad en la que tuvo contacto por primera vez, el día que lo deportaron de Estados Unidos. Lo entrevisté después de una charla motivacional que amenizó en un conocido centro de convenciones, el pasado viernes 3 de mayo de 2019. Estas disertaciones forman parte de la vida que el -ahora- abogado penal realiza para denunciar los vicios legales del sistema carcelario que ha condenado, en diversas ocasiones, a docenas de prisioneros mexicanos al pabellón de la muerte. Algunos de ellos, acusados de crímenes que no cometieron.

“Llego ahí, sentenciado a muerte, con dos temas que me quemaban las entrañas: el primero, mis ganas de venganza hacia mis amigos de infancia. ‘No mames’. Era perfidia, traición a su máximo”. Dos meses antes de su juicio, su primer abogado murió de un infarto y su defensa quedó en manos del asistente del despacho. “El jovencito que me defendió era más pendejo que yo, por eso me condenaron a muerte”, dice Mario Flores Urban, a 34 años de ingresar al pabellón de la muerte y al hacer una retrospección del encierro que lo llevó a saborear “el verdadero elixir de la vida”.

Luego de recibir el dictamen, todo lo que ocurra o deje de ocurrir en su entorno será letra muerta. El acusado es escoltado por todo el Centro Correccional de Pontiac. Filtro tras filtro, es sometido a un examen médico, luego le toman huellas dactilares y le piden que se desnude para hacerle fotografías por todo su cuerpo; cero enfermedades, cero cicatrices, cero tatuajes. 

Mario es trasladado hasta llegar a un pasillo largo, silencioso, con varias habitaciones a su derecha, frías, de no más de un metro y medio por dos, encendidas con un foco de baja intensidad, una plancha de concreto incrustada en la pared, al igual que una letrina de acero inoxidable y un lavamanos: su dormitorio, su destino final. 

“Veo y pienso: no puedo escaparme de esta situación, pero ya estoy aquí, qué puedo hacer para salir”. 

Instalado, Mario se sienta a meditar sobre esa cama tiesa, testigo de sus próximos desvelos.

Comenta que los internos en una prisión de alta seguridad tienen sus niveles y saben cómo identificarse. 

“Al violador, por ejemplo, lo van a violar. Imagínate, me acusan de ser el jefe de una de las pandillas más violentas de Chicago y de matar al jefe de la pandilla rival, eso me posicionaba en el más alto nivel”. 

Y no tardó mucho para comprobar su teoría, pues al día siguiente, al salir del patio a la hora reglamentaria, pudo conocer a sus 15 compañeros, también condenados a muerte. Uno de ellos se le aproxima. Es Rolando Cruz, otro mexicano que, como la mayoría de los reos, conocía el caso de Flores a través de la prensa.

—¡Ese!, yo a ti te conozco, eres Mario Flores.

Pero apenas cruzaron un par de palabras cuando, del otro lado del patio, dos afroamericanos lo llamaron con la mano.

—Mario, es mejor que no hables con Rolando Cruz. 

—¿Por qué?

—Porque Rolando Cruz no sólo está aquí por haber violado y matado a una niña de 12 años. 

Ese cabrón es un soplón y lo estábamos esperando. No había salido de su celda, hasta hoy.

“O sea que estaban esperando a este cabrón para matarlo. Pensé: no chingues, es mi primer día aquí y ya voy a presenciar el primer homicidio y, para mi mala suerte, como hay cámaras en todo el patio, van a decir que yo di la orden”. 

Mario volvió a donde estaban sus compañeros.

—Espérense un rato, déjenme terminar mi plática con Rolando, para que no se dé cuenta que estuve conversando con ustedes—.

Pero, como si fuera “plan con maña”, Mario se quedó con su paisano charlando hasta terminar la hora de descanso y así salvarle la vida.

Recuerda que su compatriota le dijo:

—Vi una cápsula de tu caso en el noticiero, que dos pandilleros declararon en tu contra, qué poca madre de esos cabrones, eso es claramente un caso falso, fabricado. 

Mira, tengo el nombre del despacho de abogados más chingón de Chicago, diles a tus papás que lo contraten y te aseguro que sales de aquí.

Mario le contestó que ya no quería que sus padres gastaran un solo dólar en él, pues ya habían vendido hasta su patrimonio en varios intentos fallidos por liberarlo.

—No es justo para ellos, ya los arrastré por todo este infierno por no hacerles caso de joven, ahora estoy pagando una factura altísima.

—Te van a asignar a un abogado de oficio que no vale madres, que está llevando el caso de 20 internos y no va a tener tiempo de revisar tu expediente.

—No voy a hacer eso, no voy a contratar a nadie más. 

—Entonces ponte a estudiar Derecho, defiéndete tú—, le recomendó Rolando a Mario.

—¿Y dónde puedo estudiar Derecho?

—La prisión tiene su propia biblioteca, pero, como todos quieren salir de su celda, hay una larga fila de espera.

Ante la negativa, Rolando le soltó a Mario: “Mira, en mi dormitorio tengo un folleto de un instituto en Phoenix Arizona, que ofrece diplomados en Derecho por correspondencia. Inténtalo”.

Tan pronto regresaron a su celda, Rolando Nájera le hizo llegar el documento a Mario.

“Entonces, acostado de espalda, con mis pies pegados a la pared, voy leyendo y empiezo a imaginar cómo cada una de esas materias podían salvarme la vida”

El problema es que el diplomado de tres cursos por correspondencia (Derecho Constitucional, Juicios Orales y Juicios Civiles), del Paralegal Institute, en Arizona, tenía un costo altísimo para un reo: 4 mil 500 dólares.

Pero llegado el primer fin de semana de visita, Mario les platicó a sus padres del curso y de su interés por estudiar Derecho para defenderse. 

—¡Oye hijo, no cabe duda de que, entre más grande, más pendejo te vuelves! —, le dijo Ramiro, su padre.

—Por qué le hablas así—, le reclamó Ana María, su madre. 

—Cómo que por qué, lo mandé a las mejores escuelas, lo inscribí al pinche equipo de fútbol y le pagué los mejores entrenadores de clavados. Íbamos de shopping, le compraba ropa de marca…  

El hombre hace una pausa y fija su mirada en Mario.

—Te daba lo mejor, aposté por ti, porque vi grandeza en ti… Y me decepcionaste.

—No seas gacho y cruel papá, échame la mano, estoy condenado…

A las tres semanas, Mario recibió en su celda la primera dotación de tomos de Derecho y, emocionado, empezó a organizarlos y a estudiar. Tenía 23 horas al día para “quemarse las pestañas”. Su cama hacía las funciones de escritorio y su inodoro de silla, recuerda con nostalgia.

El corredor de la muerte de Pontiac era de las unidades más sitiadas de todo el sistema penitenciario de Estados Unidos, cada uno de sus tres turnos era resguardado por ocho custodios. 

El cambio de jornada era anunciado por dos policías que recorrían el pasillo, uno de ellos tomaba lista mientras que el otro golpeaba con un martillo los barrotes de las celdas, para asegurarse que ningún interno se hubiera escapado o quitado la vida.

“Esos barrotes estaban pintados con pintura inoxidable, de óleo. Un día, el custodio le dio tan fuerte a los barrotes, que salpicó mis libros y apuntes con trozos de pintura seca”.

Mario se levantó indignado y abordó al custodio.

—Por qué le dan de martillazos a los barrotes.

—Identifíquese—, gritó el celador.

—Soy Mario Flores, el más joven condenado a muerte, tengo 20 años de edad.

El uniformado se dio la vuelta y se acercó a la crujía de Flores.

—Golpeamos los barrotes, porque resulta que un colega tuyo…

— ¿Colega mío?

—Sí, colega tuyo. Todos los que están o estuvieron aquí encerrados como tú son y serán colegas tuyos, tus hermanos, los peores de los peores, nunca los niegues… Pues un colega tuyo agarró un hilo dental, lo sumergió en resistol, lo revolcó en los puntos azules y verdes que vienen en el ajax (polvo jabonoso para lavar el inodoro y lavamanos). Con ese hilo dental, ya incrustado con esos puntitos azules y verdes que son minerales, logró romper un barrote para matar a un preso en el patio y posponer su ejecución. Pues, gracias a ese cabrón, tenemos que darle de martillazos a estos pobres barrotes que no nos han hecho nada…

Los golpes, gritos y olores emanados de los inodoros, hicieron a Mario desarrollar una habilidad extraordinaria para concentrarse en sus estudios. “Mi meta estaba fija: tenía un sueño, quería ser abogado, lo necesitaba para salir de aquí”.

Con los días, al ver a Mario aplicado en sus faenas, el custodio encargado de atizar las rejas de las celdas se mostró empático y a veces charlaban. Ambos cuestionaban el sistema jurídico de Illinois. 

—Cómo es posible Mario, que te condenen a muerte a ti, habiendo pinches sicarios allá con 20, 30 años, despiadados, cometiendo homicidios dentro y fuera de prisión—. 

Sus encuentros se hicieron constantes hasta que, un día, Mario se armó de valor.

—Ayúdame con un juez, con un fiscal. Este que ves es verdaderamente quien soy, no el pinche sicario que pintaron en la prensa.

—Mario, creo poder ayudarte. 

El custodio terminó de golpear los barrotes y de rato volvió con Biblia en mano.

—Ten, entrégale tu alma a Dios, de aquí nadie se salva. Queda bien con Él. Hay una vida después de esto y si eres inocente vas a estar de su lado—, le auguró. 

Sin televisión, radio o distracciones, “solamente los libros que iban a ser mi home entertainment”, Mario siguió el consejo del uniformado e incluyó la Biblia en su rutina de lectura diaria. Así, transcurrieron cuatro años y, un día, ansioso, esperaba los resultados del curso. 

Tan pronto llegó la correspondencia, le hicieron llegar un sobre amarillo, tamaño oficio. 

Rápido lo abrió y, para su sorpresa, además de su certificado de estudios venía una carta del Rector del Paralegal Institute, felicitándolo por haber obtenido una calificación casi perfecta: 98.6.

“Me acuerdo que, con letras negritas, cursivas, decía: Summa cum laude. Dije: ah cabrón, summa…, summa… ¡que summa la suya!… Y eso, con qué se come”. 

Buscó en el diccionario y encontró que la frase era una cita empleada para designar a los acreditados con los más altos honores académicos.

En ese momento recordó que, en su mejor época de atleta, una de sus maestras le decía: “Mario, es el colmo que seas un clavadista de primer nivel y pases tus materias de puro panzazo”.

A manera de posdata, el Rector remató con un: “Señor. Flores, si yo hubiera estado 23 horas al día estudiando como usted, yo hubiera sacado un cien, no un 98.6”.

“Me chingó”, dice en tono de broma.

Mario tenía en su mano uno de sus mejores logros, pero encerrado en un cuarto inhóspito, entre tres paredes y una reja, no tenía con quien celebrarlo.  

“Al fin joven, impaciente, quería música, abrazos, rostros alegres, quería una graduación chingao, un pinche aplauso, no sé. Entonces, se me ocurre presumirle mi certificado a un negrito que era mi vecino de celda”. 

Golpeo los barrotes y aquel hombre sacó su espejo de plástico, vio el documento.

—Muy bien Mario, te felicito. 

Mario hace una pausa a su relato, suspira y suelta: “…Y esa fue mi graduación”.

Meses después, se registró un motín del otro lado de reclusorio, que ocupó a todos los custodios; había gritos, estruendos, incluso disparos, pero en el pabellón de la muerte había fiesta. Los reos celebraban tiempo extra bajo los rayos del sol.

El Centro Correccional de Pontiac está situado en las inmediaciones del Río Míchigan, por lo que el calor es húmedo, asfixiante, más aún para quienes ya no están acostumbrados a estar tanto tiempo a la intemperie. 

Nada que impidiera la sensación de libertad que se vivía en el traspatio de la prisión de Pontiac.

“Jugamos basquetbol, baraja, hicimos pesas”. 

Ese día se le acercó el hombre de color que lo felicitó por su certificado.

—Oye Mario, por cierto, tú que ahora sabes de Derecho, ¿por qué en mi juicio, el juez no me permitió llamar a una vecina como testigo de coartada?

—No lo sé, necesitaría leer tu expediente.

—¿Podrías hacerlo, puedes revisarlo?

—Claro, solicítalo y mándamelo a mi despacho (su celda)—, le contestó a manera de broma.

Pronto, el hombre le hizo llegar el legajo y Mario empezó a darle lectura. 

Se corrió la voz y, en menos de un año, Mario ya tenía por lo menos 10 expedientes de otros internos debajo de su cama, entre ellos el de Rolando Cruz. 

Mario ya se hacía un abogado experimentado. “Me convertí en el abogángster por excelencia de la prisión de más alta seguridad del país”, dice con particular sonrisa.

En una década, Mario Flores logró comprobar la inocencia de 13 de sus compañeros condenados a muerte, “pero no de a free (gratis)”, todo, a cambio de protección: “nadie toque al niño”. Otros le compartían pequeños adornos, dibujos, pinturas. 

En su caso, únicamente consiguió prórrogas. “Hay tres fechas que jamás olvidaré”, rememora: el 5 de marzo de 1989, el 10 de mayo de 1994 y el 16 de marzo de 1997, cuando vio de cerca la inyección letal. 

Menciona que entre sus liberados figuró el mismísimo Rolando Cruz, quien salió en libertad con tres millones de dólares en el bolsillo, pues se comprobaron irregularidades en su caso y Mario exigió una nueva prueba de ADN que dio negativa. Pero quien no corrió con la misma suerte fue su vecino, aquel hombre de color que le pidió revisar su caso.

En ese tiempo, en 1998, los medios de comunicación informaron:

Los estados de la unión americana que encabezaban la lista de presos condenados a muerte exonerados fueron Florida e Illinois con 22 y 13 casos, respectivamente, que fueron falsamente acusados y fueron comprobadas sus irregularidades.

Mario copaba protagonismo en la prensa, cuando las autoridades federales decidieron suspender sus servicios jurídicos.

“Me dijeron: vamos a revisar a diario tu celda y si encontramos un expediente, tan solo un expediente, olvídate de ver a tu familia cada fin de semana y, pum, otro golpe. Me quitan lo que me apasionaba hacer, lo que le daba sentido a todo este infierno. Yo me sentía bien ayudando al prójimo”. 

Así que buscó otra ocupación. Recordó que su nuevo vecino de crujía, un regiomontano condenado a la inyección letal por ejecutar a un policía, le pagaba sus consultorías legales con dibujos que pintaba a mano y que Mario se los regalaba a su madre y hermanas.

“Cuando me prohibieron asesorar le pregunté que si me enseñaba a dibujar”. Pero él le respondió que no era posible. En cambio, podía obsequiarle el material que ya no utilizaba, para que se fogueara como autodidacta.

“Entonces me regaló lienzos, dibujos, pinceles con tres pelos, tubos de pintura que parecían tornillos, todos exprimidos. Pero como dicen: la basura de unos es el tesoro de otros”. 

De tal manera que Mario empezó a pintar óleos y a redescubrirse otro talento extraordinario.

“Le encargué a mi mamá papel para óleo y en las 23 horas que estoy ahí voy pintando y pintando hasta que empiezo a ver los resultados: piezas que nunca imaginé que podía pintar, hice un Tutankamón, un Calendario Azteca, un Moctezuma…, vida acuática, paisajismo”. 

Mario admiraba sus creaciones sin darse crédito a lo que hacía con el ímpetu de sus manos.

Empezó a darle color a su celda triste, pálida, con óleos que eran una ventana a la libertad. 

“Quería ver cosas bonitas. Si pudiera colgar mis diplomas los hubiera colgado, pero se los di a mis padres”.

Platica que, al acercarse la última fecha de ejecución, un grupo de Amnistía Internacional fue a visitar a los condenados a muerte y, entre ellos, una señora se detuvo frente a su celda, atraída por las pinturas.

—¿Son tuyas?

—Sí, yo las pinto.

—Soy la directora de un museo aquí en Chicago, ¿te interesaría participar en un concurso de arte que tenemos cada verano?

—Me encantaría.

—¿Quién viene a visitarte?

—Mis papás. 

—Diles que me lleven esos delfines, ese otro que tienes en el lavamanos y esos que tienes allá, recargados a la pared.

El día de visita, Mario giró instrucciones a sus progenitores.

—Tengan, manden estas pinturas a esta dirección.

Cuenta que a la vuelta de un mes recibió una misiva del museo de arte: 

Queremos extenderle nuestras más sinceras felicitaciones por haber quedado entre los tres finalistas de nuestro concurso anual de pintura.

El reconocimiento no solo motivó al entrevistado a seguir pintando, también lo invitó a soñar (de nuevo).

“Quería ser el mejor pintor plástico de la historia”, se propuso. “Me preguntaba qué necesitaba hacer para lograrlo”. 

Así que empezó a leer a los grandes: Miguel Ángel, Bernier, Rembrandt, Picasso, Frida Kahlo.

Además, a raíz de su participación en la exposición, la prensa retomó su historia:

“Mario era un estudiante de preparatoria que se destacaba como clavadista en el equipo de natación de su escuela. 

Ya se hablaba de las posibilidades de asistir a las Olimpiadas, tenía la oferta de varias universidades del país, pero sus sueños se vieron truncados a los 18 años, después de haber sido acusado de homicidio”.

Casualmente, Rolando Cruz, mientras estaba en un hotel en la ciudad de Los Angeles California, gastándose el dinero de su liberación en drogas y mujeres, vio el noticiero y al día siguiente decidió tomar un vuelo hacia la Ciudad de México. Llegó el tiempo de ayudar a su viejo amigo, a quien le debía la libertad y su fortuna.

En su afán de hablar con el presidente de la república, en aquel entonces Vicente Fox Quezada, para exigirle que hiciera algo para evitar la ejecución de su camarada, Rolando se trasladó hasta Los Pinos. Lo remitieron a Cancillería, luego a Relaciones Exteriores y finalmente a la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, pero lo único que logró fue que la Cancillería enviara una carta al Centro Correccional de Pontiac, para dar a conocer su postura en relación a los condenados a muerte.

Rolando fue entrevistado por un reportero del periódico Reforma y al día siguiente salió la nota: 

“Abandonados, mexicanos condenados a muerte en Estados Unidos”.

La noticia hizo eco en la Comisión Nacional de los Derechos Humanos y citaron a Rolando Cruz para preguntarle cómo podían ayudar a Mario Flores.

—Hablen con él—, les recomendó, —es abogado. Pidan una llamada-conferencia con él—. 

Pasaron los días y Mario diseñó una estrategia. 

“Le pedí a mi hermana que fuera a la Ciudad de México y promoviera con los medios de comunicación una exposición de mis cuadros”.

Pero todo parecía en vano, pues Mario había agotado casi todos sus recursos. El gobierno mexicano le dijo que ya no se podía hacer nada.

Sin embargo, la difusión mediática de una posible exhibición de pinturas de un inmigrante mexicano sentenciado a muerte en Estados Unidos despertó el interés internacional.

Llegó la correspondencia al Centro Correccional de Pontiac:

Estimado Sr. Mario Flores, mi nombre es Francisco de Paula, soy el presidente de la Asociación Protectora de Animales de Málaga España y quiero saber si hay algo que pueda hacer por usted.

“Cuando leí eso, me acuerdo que me miré en el espejo de plástico y me dije: Mario eres tan pendejo que ya llamaste la atención de la protectora de animales”, ríe. 

En la misiva, Francisco de Paula le hizo saber que era familiar de Pablo Picasso y amigo de infancia del actor Antonio Banderas: 

Mario, yo creo que puedo salvarte la vida a través de tus cuadros. Mándamelos, yo monto una exposición masiva en España y vemos qué pasa.

 “En esa carta yo encontré un premio de consolación. Pensé: antes de morir quisiera saber que mis cuadros llegaron a Europa, la meca de los pintores plásticos”.

Así que decidió enviarle a Francisco de Paula sus mejores pinturas. 

“Le dije a mi papá que desenmarcara todos los cuadros que tenía en casa, que eran como 40, que los enrollara y los metiera en tubos pvc (policluro de vinilo) y los mandara a la dirección de la carta, en Málaga, España”.

Pero Don Ramiro no vio la idea con buenos ojos y le reclamó a su vástago.

—Hijo, te graduaste con los más altos honores ¿verdad?, de esos cursos de Derecho… 

—Si papá, ¿por qué?, porque entre más estudias más pendejo te vuelves….

—¿Por qué dices eso…? 

—Cómo que ¿por qué?, quieres que le mande todos nuestros cuadros, los que supuestamente nos ibas a dejar para recordarte, a un completo desconocido. ¡Güey!, ¿qué te pasa?

Para entonces, la fecha programada para la ejecución de Mario se acercaba y la ley le concedía sus tres últimos deseos: una última cena con la comida de su preferencia, tres personas con quien pasar la última hora de vida y sus últimas palabras.

—Papá, me duele mucho lo que te voy a decir, pero si no mandas mis cuadros a España, voy a quitar tu nombre de la lista de las tres personas que pasen la última hora de vida conmigo.

Don Ramiro se alteró. Empuñó las manos, se le llenaron los ojos de lágrimas y abandonó la sala de visita. 

Ana María empezó a llorar, pero sacó fuerzas de flaqueza y se mostró empática. 

—Siempre juntos hijo, siempre. Hasta el final.

Transcurrieron unos 15 minutos y el padre de Mario hizo acto de presencia.

—Sabes qué hijo, perdóname, son tus obras, haz lo que quieras con ellas.

Y, de nuevo, los noticieros:

Mario Flores Urban, un mexicano inmigrante condenado a muerte en el estado de Chicago montará una exposición titulada: Arte contra la pena de muerte, en el Centro Cultural Provincial de Málaga España.

Francisco de Paula viajó hasta Chicago para llevarse a los padres de Mario rumbo a Málaga, a que encabezaran el evento inaugural.

Uno de los asistentes fue el español Joaquín José Martínez, un expresidiario que se libró del corredor de la muerte.

—Mientras haya vida, todo es posible. La última decisión la toma el de allá arriba—, confortó a Ana María.

La prensa europea le dedicó varias líneas al tema del mexicano sentenciado a muerte y los malagueños se estremecieron con su historia. Empezaron a enviarle cartas de apoyo. El Ayuntamiento de Málaga, la Diputación y consistorios de España se sumaron a una exigencia para la revisión judicial del caso, al tiempo en que Francisco de Paula enviaba cartas al Rey.

El presidente de México Vicente Fox y su homólogo en España, José María Aznar, incluso el abogado, activista contra el apartheid, político y filántropo sudafricano Nelson Mandela intercedieron a favor de Mario ante el presidente George Bush Jr., por lo que el gobernador de Illinois, el republicano George Ryan, decretó una moratoria de dos años para reabrir el caso del mexicano y resolvió: si alguien merece una segunda oportunidad, es el señor Mario Flores Urban.

En el Centro Correccional de Pontiac inició la revisión. Primero, a través de fotografías que se hacen anualmente de los internos. En las imágenes pudieron constatar que Mario Flores no mostraba otra cosa que a un hombre envejecido por los años. Nada de tatuajes o cicatrices. 

“Eso les llamó la atención hasta preguntarse: Cómo es posible que este cabrón haya sido el jefe de los Latin Kings, una de las pandillas más violentas de Chicago, y que no tenga un solo tatuaje. Imposible”. 

Su expediente penitenciario no mostró un comportamiento inaceptable, jamás quebrantó una sola regla en prisión. Se revisó el registro de sus visitas y se constató que, en todos estos años, sólo lo habían visitado sus progenitores, hermanas y abogados de oficio. Lo mismo en la lista de llamadas telefónicas del penal hacia afuera.

El gobernador de Illinois resolvió: si alguien merece una segunda oportunidad, es Mario Flores Urban.

El próximo día de visita en la correccional de Pontiac fue determinante. Los padres de Mario Flores llegaron con un abogado.

—Hijo, tenemos buenas noticias—, expresó Ramiro notablemente emocionado. 

—El gobernador está dispuesto a dejarte salir ahora mismo, pero como culpable.

—Ni madres—, contestó Mario de tajo. 

—Yo quiero mis millones de dólares como mis otros compañeros. 

—Nada más, por primera vez en tu pinche vida, piensa en tus papás, en tus hermanas. Tenemos que manejar desde la ciudad de Chicago, seis horas, para venir a la prisión de alta seguridad, en medio de tormentas de nieve, neblina, lluvia, calor y que nos encueren a todos para revisarnos. Nada más considera eso hijo…

“Y bueno, eso es lo que me hace desistir y firmo el papel que me declara culpable, pero libre a la vez”.

Mario Flores Urban fue liberado el 4 de septiembre de 2004, después de cumplir dos décadas de encierro en el pabellón de la muerte, a los 40 años de edad y, justo cuando recibiría una última fecha de ejecución, la Corte de Apelaciones de Illinois resolvió que la ley estatal de pena capital era inconstitucional.

“Espera”, le dice Mario a este reportero, “que aquí no termina la historia. Al salir de la cárcel ya me estaba esperando migración para deportarme por Ciudad Juárez. Yo pensé que los 20 años más difíciles de mi vida habían terminado”.

Mario fue trasladado por dos agentes a otra prisión, en la que estuvo recluido por no tener papeles que avalaran su estancia legal en Estados Unidos.

Tres meses después, junto con 60 migrantes, en su mayoría mexicanos, cruzó el Puente Internacional Paso del Norte, en El Paso Texas. Del otro lado, en la icónica Avenida Juárez, lo esperaban Ramiro y Ana María, con un boleto de avión para volar a la Ciudad de México. Mario era ya un hombre libre.      

Mario Flores Urban tiene 53 años y actualmente radica en la Ciudad de México. Es conferencista. 

En el periodo del gobierno de Enrique Peña Nieto fue jefe del Departamento Jurídico de Atención a Migrantes Mexicanos en Estados Unidos del Estado de México. No tiene hijos y, hasta el cierre de esta edición, tampoco gozaba de novia o esposa ¿Por qué? “Porque soy muy solitario, no porque yo quiera. Me volví como muy exigente. La gente quiere verme con mujer, con hijos y yo también, pero todo eso cuesta. Y, sin dinero, no me voy a aventar con una mujer con hijos, me metería a otra celda, condenado a muerte”, ríe.

Platica que su intención era radicar en España, país que se esmeró por salvarle la vida, pero a la fecha no se ha concretado su estatus migratorio.

Mario se ha llegado a comparar con un millennial, pues estuvo “encapsulado” durante su juventud y hoy despierta ante la vorágine tecnológica.

—¿Cómo te has adaptado al mundo moderno?  

—Lo mismo que hice en prisión estoy haciéndolo afuera. Allá adentro no tuve tecnología, pero tuve libros. Ahora estoy afuera y, pues, tengo que aprender a cómo usar la computadora, el celular, las aplicaciones. 

Le asombra que los millennial posean tanto conocimiento.

“Pero a ellos les falta algo muy importante, que yo si tengo: la resiliencia. “Tal vez ellos sí se ahoguen en un vaso de agua, yo no”.

—¿Conservaste amigos en prisión? 

—“Estando encerrado, sí. Muchos. Pero ya traté de cerrar ese capítulo, porque luego te traes todas sus broncas. Yo ahorita, si tuviera contacto con ellos, sería mandarles dinero, presentarles mujeres para que les escriban”.

Durante sus conferencias, Mario Flores pinta a su padre como “un hombre duro de roer”, pero también como un ejemplo de vida, su orgullo.

—“Su voz, sus consejos, es sorprendente que a su edad tenga más colmillo en cosas de la vida que yo”.

—¿Cuál es tu filosofía de vida? 

—“Hacer el bien, sin mirar a quien”. “No, espera”, corrige. “Mejor dicho: Hoy no solamente tienes que hacer el bien, sino hacerlo bien”.

En 2017, Estados Unidos condenó a muerte a 41 personas, entre ellas tres mujeres.

Además, documentó 23 ejecuciones, siete registradas en el vecino estado de Texas. 

En la actualidad, 31 estados de la unión americana, de 50, mantienen la pena de muerte.

Estados Unidos es el único país de la región de América que continúa implementando esta práctica.

FUENTE: Reporte anual Condenas a muertes y ejecuciones 2017, de Amnistía Internacional.