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María Eustolia, la partera de Cerocahui

Ante la carencia de profesionales de la salud y hospitales, una mujer asumió el cargo de enfermera, médico, ginecóloga.

[2014 / URIQUE, Chihuahua, México / Revista NET]

Manzanilla para aminorar los dolores de parto, aceite de zorrillo para que resbale el chamaco, cuero de chivo para que caiga sin lastimarse y poleo (menta, planta aromática) para relajar a la madre. 

Son los remedios que por más de 65 años utilizó María Eustolia, la partera de Cerocahui.

Pero esta mujer también quitaba muelas, cerraba heridas y hasta improvisaba cirugías:

“Una vez, no me lo va a creer, pero por aquella casita de enfrente venía un señor con las tripas de fuera”.

–Cómo le vamos a hacer para meter ese tripero–, le preguntó a su comadre.

“Lo cargamos, lo preparamos, nos pusimos papel mojado en las manos, le metimos las tripas hasta adentro y con una de esas garras que usaban las mujeres de antes, le enredamos toda la panza”. 

El herido fue trasladado a una clínica en el poblado de Creel –a 110 kilómetros de distancia– para recibir atención médica.

Logró sobrevivir.

“Pero después se murió de borracho”.

URIQUE, CHIH. – 

Es domingo por la tarde y María Eustolia se pregunta si habrá misa en la Misión de Cerocahui, pues el pueblo está de fiesta. En su trayecto, es abordada por una rarámuri. Ambas se comunican en un español fluido.

La mujer de 81 años de edad, de tez blanca, toma asiento en la pequeña barda que sostiene las rejas que circundan el templo. 

Antes de iniciar la conversación deja claro que para echarle la mano a un buen samaritano no hace falta hablar su lenguaje.

Pues en aquellos tiempos, el poblado –hoy con cerca de mil 500 habitantes– estaba tomado en su mayoría por tarahumares.

“De aquí soy, aquí nacieron mis papás”, dice jactanciosa para iniciar la charla.

Su madre fue indígena y su padre mestizo.

Su infancia fue como la de cualquier otro pueblerino de Cerocahui. Estudió hasta sexto grado de primaria, hasta que, a los 17 años de edad su abuela le pidió que la acompañara a atender una labor de parto.

Desde entonces le gustó ayudar a las lugareñas con esta faena.

Madre de muchos towisitos (niños en rarámuri)

María Eustolia platica que el camino para llegar hasta las pacientes no era para nada accesible; era sinuoso, cruzaban acantilados, muchas veces bajo la luz de la luna. Se enfrentaba a las inclemencias del clima y a las crecidas de los arroyos.

“Un día, una de las personas que me acompañaba se cayó del caballo, se agarró de la cola del animal, casi se la llevaba la corriente”, rememora.

A su arribo, era común que el hombre de la casa encendiera la estufa de leña para entrar en calor, se sentaba en una piedra o banco enseguida de su mujer, tomaba su mano y la partera entraba en acción. 

“Había veces en que la amarrábamos de la cintura”.

Un alumbramiento llegaba a durar toda la noche.

“No teníamos todo eso que tienen ahora; máquinas, cosas para limpieza. Yo le decía a mi compañera: póngase esto, embárrese las manos con aceite de zorrillo, con manteca o con algo que resbale. Todas trabajábamos en el campo, teníamos las manos roñosas, no había guantes. Ni los conocíamos”.

A la mujer le daba manzanilla para relajarla, hacerla orinar y quitarle los cólicos.

Luego del parto le preparaba un atole blanco, de maíz, que sería su alimento durante los próximos tres días.

Para el bebé, recomendaba que fuera alimentado con hierbitas de poleo hasta que pudiera ser amamantado.

Pese a ello, “y gracias a mi padre Dios”, nunca sucedió algún percance. “Jamás se me cayó un bebé de las manos y si eso pasaba, caían encima de un cuero de chivo”.

Lo que estaba fuera de su alcance era saber si un bebé nacía con problemas mentales. “Para mí todos eran igualitos, parecían angelitos”.

A fin de evitar hemorragias, a la recién parida le daban un brebaje de cáscara de nuez.

María Eustolia recuerda que en una ocasión acudió al llamado de una joven embarazada que había sufrido una caída. Como pudieron, a pie y a “rait” tuvieron que llevar a la paciente hasta Creel (a unos 110 kilómetros de Cerocahui). 

“Llegamos a las dos de la mañana, levantamos al doctor pero, lástima, el niño se murió”.

Asegura que nunca cobró sus servicios. 

“En ese tiempo vivíamos de las gallinas, criaba uno animales, marranos”.

Comenta que, con el tiempo, las madres (religiosas) la empezaron a ayudar con insumos; gasas, vendas, ungüentos.

Y que en los años ochentas, la Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas (CDI) la empezó a involucrar en cursos para saber cómo atender los partos.

“Venían doctores de México”. 

Para entonces, Melecio, el tío de María Eustolia y su primo ya eran parteros. Luego acudían a invitaciones, a hospitales de la capital del estado de Chihuahua a presenciar partos desde el quirófano. 

“Todo lo veíamos diferente”, dice sorprendida la octogenaria. 

¿Era mejor antes, o ahora?

“Yo siento que ahora es mejor, se tiene más cuidado, pues nosotras qué cuidado íbamos a tener si usábamos puras garritas, puros remedios”.

Durante el desarrollo de esta entrevista, un hombre se pasea frente a nosotros, a bordo de una bicicleta.

“Mire, aquel chavalo, yo lo saqué del vientre de su madre”.

Como él, hay muchos en el pueblo que vieron la luz, gracias a los cuidados y pericia de una mujer hoy viuda, que, irónicamente, perdió a su único hijo.

Pese a ello, Doña Eustolia se siente plena y feliz.

“yo he sido muy feliz, porque sé que traje al mundo a muchas criaturas, a muchos towisitos”.

El último parto que atendió fue hace cinco años.

Hoy, María Eustolia trabaja en el dispensario de Cerocahui.