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Cuando el sueño es el único alimento; vidas marcadas por el hambre

Una madre recoge chicharrones de la basura para alimentarse. Su hija, en silla de ruedas y con un pie al borde de la gangrena, engaña al estómago con agua para que sus hijas coman. Un adulto mayor cuida a su hermano con cáncer y carga la culpa de haberlo alimentado solo con pan, creyendo que eso provocó la enfermedad. Este reportaje no busca revictimizar, sino mostrar de frente una realidad cruda: el hambre que golpea a miles en Ciudad Juárez, donde a veces, soñar es lo único que llena el estómago.

CIUDAD JUÁREZ, CHIH., MX., MAYO, 2025 (servisible.mx). – 

Juárez es una ciudad de extremos; extremos climáticos, de violencia, de contrastes sociales. Pero también de carencias que no siempre se ven, aunque estén frente a nuestros ojos. 

Cerca de 250 mil personas viven aquí en una lucha silenciosa contra el hambre, de acuerdo con los datos más actualizados del Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval: Informe de pobreza y evaluación 2022. Chihuahua). 

La mayoría son juzgadas, ignoradas o reducidas a cifras. La indiferencia de una sociedad que normaliza el sufrimiento es quizá el síntoma más cruel de este cáncer social llamado pobreza.

Este trabajo nace de un seguimiento cercano a quienes habitan esa realidad: mujeres, hombres, niños y adultos mayores que cargan con una depresión silenciosa que nadie quiere mirar.

La llegada del Banco de Alimentos a Ciudad Juárez nos dio la pauta para indagar más allá de los números: ¿cómo se sobrevive con hambre?, ¿qué significa vivir al margen de todo?, ¿de qué están hechas las redes que oprimen a los más vulnerables?

No fue necesario buscar demasiado: cada caso que relatamos a continuación condensa múltiples problemáticas y refleja, con crudeza, la realidad que enfrentan miles de personas en esta frontera; el bullying o acoso escolar que empuja a los menores a desertar, los abusos laborales, la deuda adquirida por servicios en clínicas privadas, la discriminación y la condena social que pesa sobre quienes se paran en los cruceros a vender dulces o pedir limosna. A todo eso se suma un enemigo silencioso pero persistente: los bancos y financieras que, bajo la promesa de ayuda, ofrecen préstamos con intereses impagables, atrapando a los más necesitados en un ciclo interminable de deuda que destruye su historial crediticio y cualquier posibilidad de avance.

¿A qué huele la pobreza?, ¿cómo se origina?, ¿por qué persiste?, ¿por qué incomoda tanto hablar de ella? No hicimos este reportaje para dar respuestas simples, sino para no dejar de hacer preguntas. Porque mientras la pobreza se siga callando, seguirá creciendo. Y nosotros, como sociedad, seguiremos siendo cómplices. Porque la pobreza también huele a estómagos vacíos, a noches en las que el único remedio contra el hambre es cerrar los ojos y esperar a que el sueño haga lo que la comida no pudo.

Cuando el sueño es el único alimento: vidas marcadas por el hambre

Texto, fotografía video y edición: Gustavo Cabullo Madrid

CLAUDIA | El arte de engañar al hambre

Pasan de las 9:00 de la mañana cuando, acompañados por el personal del Banco de Alimentos, llegamos a la propiedad de Claudia Estela Cervantes Robles.

Pero antes de que ella aparezca, ya nos han salido al paso varios perros, una jauría desordenada, callejera, de todos los tamaños; huesudos, remendados, con el hambre asomándoles por los ojos.

Algunos ladran con miedo; otros, moviendo apenas la cola, se nos acercan con ese temblor que mezcla la esperanza con la costumbre del rechazo. Se restriegan en nosotros como quien suplica permiso para seguir existiendo. Claudia les ha abierto la puerta de su casa con la misma resignación con que ha abierto los brazos a la pobreza: sin exigir nada a cambio.

Mientras ella recibe una robusta despensa —arroz, frijol, verdura enlatada, azúcar, aceite y otros comestibles— los perros observan, como sabiendo que, tal vez, también ellos podrán probar algo de lo que llegue. Es, quizá, lo más completo que tendrá para alimentar a su familia en semanas.

Nos encontramos en la colonia Azteca, uno de esos lunares añejos de esta frontera que no han dejado de supurar. Un barrio con historia; céntrico, sí, pero también herido: marcado por la violencia, el dominio de pandillas, del ir y venir de la droga, la marginación y el olvido institucional.

Adentro, el espacio es reducido, apenas lo justo para una cama, una silla de ruedas y unos pocos enseres. En ese cuarto, anexo a la casa de su madre Blanca Estela, viven Claudia y sus dos hijas, resistiendo cada día con lo mínimo. No hay lujos ni comodidades: solo el instinto de proteger, de alimentar, de sobrevivir. Lo que para otros es rutina, para ellos es una hazaña cotidiana.

La casa tiene una puerta de aluminio, abierta a pesar del viento helado de la mañana. La intimidad apenas la resguarda un pedazo de sábana desgastada. Dentro, el aire es espeso.

El olor del colchón era una mezcla rancia de humedad estancada. Las cobijas y sábanas, endurecidas por el uso y el abandono, despedían una pestilencia agria, penetrante. Era un hedor denso, ácido, que parecía haber fermentado entre los pliegues del olvido.

En medio del caos —bolsas, cobijas enredadas, ropa apilada, montículos de basura— una cama deshecha acoge a un pichón. Tiene el ala rota y una patita fracturada. Blanca se lo encontró tirado en la calle y se lo llevó a casa. Duerme con Claudia.

Un foco que pende de un alambre es la única luz que rompe con la penumbra. Claudia se acerca, posa frente a la cámara en su silla de ruedas, lista para contarnos su historia. La rodean sus dos hijas Mariana (12) y Alexa (9), su madre (68) y su sobrino Cristian, recién llegado de Guadalajara con la esperanza de cambiar su destino. Todos guardan silencio. Escuchan. Porque cuando Claudia habla, no sólo cuenta su vida: describe lo que significa habitar el hambre, el dolor físico, emocional, el desprecio de la sociedad y el abandono oficial.

“Mi abuela fue una de las primeras en vivir en esta colonia”, suelta orgullosa.

Claudia vende paletas de caramelo en el cruce de la Avenida de Los Aztecas y Tzetzales -a veces bajo un sol ardiente o en medio de un frío intenso-, para sacar a sus hijas adelante. Tiene 47 años, una pierna que apenas puede sostenerla y un pasado marcado por la pérdida.

“Aquí nací, aquí crecí. Me fui un tiempo a Zacatecas porque el papá de mis hijas es de allá, pero luego me regresé”. Allá también se le rompió la vida.

De los seis hijos que tuvo, le sobreviven cuatro. Dos viven con ella. La mayor, Elizabeth, murió en un accidente automovilístico en Zacatecas, cinco días antes de cumplir 15 años. El más pequeño, Ángel, falleció en Juárez a los seis años, en el Hospital Infantil, por complicaciones derivados de la hidrocefalia. Dos aún viven con su padre.

Al nacer, una infección en su cerebro le causó la hidrocefalia, le dijeron a Claudia los médicos. Ángel nació a los ocho meses, pesando 2.6 kilogramos.

“Desde que nació fue puro hospital y hospital. Él necesitaba atención especializada. Yo trabajaba en la maquila para pagarle sus tratamientos. No se pudo. Se me fue”.

Un modesto altar para Ángel y Elizabeth

Nos muestra un pequeño altar improvisado en un compartimento de un viejo centro de televisión, adornado por dos retratos de sus hijos fallecidos y un trozo de pastel en un plato hondo azul.

“Como la otra vez comieron pastel, yo le puse pastel a mi hijo. Lo que comen aquí, comen ellos. Yo sé que mucha gente no cree en eso, pero yo sí. Yo sé que ellos nos visitan y ellos nos cuidan. Le piden permiso a mi padre Dios para venir a vernos”.

El resto del mueble está ocupado por juguetes, monos de peluche y un balón de futbol.

Claudia se queja constantemente del intenso dolor de su pie derecho. Cuenta que por las noches es peor, cuando el aire helado entra como aguja. Tiene que dormir con doble pantalón y varias cobijas encima.

¿Qué le pasó en su pie?

Responde que todo empezó tras una caída en su trabajo como guardia de seguridad en el centro comercial Las Misiones.

“Me había ido bien. Tenía seguro, tenía trabajo. Pero me caí desde la torre de vigilancia y me fracturé el astrágalo”.

La atendieron en el Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS). Salió con tornillos en el pie, pero sin un diagnóstico claro. El cuerpo rechazó el material quirúrgico. Los tornillos comenzaron a salirse solos.

“Me dijeron: ‘Ya está la cirugía, ya se puede ir’. Pero yo salí sintiendo el pie muy raro. Me dolía todo y luego empezaron a salirse los tornillos… así, solitos”.

Fue de hospital en hospital, sin respuestas. Para colmo, en el Hospital General le dieron una noticia inesperada: “usted tiene diabetes”. En clínicas privadas le ofrecieron salvarle el pie, pero le pidieron más de 25 mil pesos en materiales y consultas.

“Cada cita me costaba 500 pesos. Ya no pude seguir. Me quedé sin dinero”.

Aún recuerda la cara del médico que la asistió en el IMSS. Se lo encontró en una clínica particular.

“Lo reconocí por una quemadura que tiene en la mano. Me dijo: ‘Afuera sí te cobro’. Me pidió 500 pesos por consulta y 25 mil por sacarme los tornillos. Le dije: ‘Pero si usted me operó en el Seguro’. Me respondió: ‘El Seguro es una cosa y acá es otra cosa’. Ese día me trató peor que a un perro callejero. Me dijo: ‘Nomás falta un desarmador para sacarte esos tornillos’”.

La herida en su pierna, amoratada y llena de pus, despide un olor penetrante. A simple vista, es evidente que la infección avanzaba sin freno, amenazando con convertirse en gangrena.

A pesar del dolor, ha tenido que volver al IMSS con los tornillos sobresaliendo de su pie, “pero sólo me inyectan ketorolaco”.

“Me dicen: ‘Es normal, señora’. Pero yo ya no puedo ni dormir”.

Mediante este espacio buscamos ayuda médica y una silla de ruedas para Claudia y lo intentamos casi todo. Nos contactamos con médicos, con tres ortopedistas de renombre, con asociaciones civiles que presumen compromiso social en sus redes, con empresarios. Les enviamos mensajes acompañados de evidencia: fotografías y videos que hablaban por sí solos. Imágenes duras, reales, que mostraban la urgencia sin adornos ni filtros. Pero nadie respondió. Nadie. Algunos simplemente ignoraron el llamado. Otros, con un gesto digital más cruel que el silencio, nos bloquearon.

Descubrimos así una verdad incómoda: la falta de humanismo en ciertas capas del gremio médico que se revelan cuando se les necesita. Y cuando se la necesita —como Claudia y sus hijas la necesitaban—, se vuelve una daga.

En medio de esta indiferencia generalizada, fue Eunice —una joven con parálisis cerebral, poeta y escritora local, alguien que conoce la inmovilidad desde la raíz— quien respondió de inmediato. Ella, que también ha sido invisible para el sistema, desde el asilo donde ve pasar sus días nos ayudó a conseguir una silla de ruedas. Pero la precariedad es terca y la silla no resistió la rutina agotadora de Claudia.

No nos quedó de otra que recurrir al gobierno. Y fue ahí, tras algunas gestiones, donde al fin se materializó otra ayuda: una segunda silla, más resistente. Pero la pregunta queda flotando, incómoda: ¿por qué alguien que escribe con la mirada y vive postrada fue más empática, más diligente, más humana, que tantos profesionales de la salud?

Porque a veces la verdadera medicina no la da un título, sino la memoria del dolor.

“Me duele mucho. Y sí, la gente me pregunta: ‘¿Por qué no te atiendes ese pie?’ Pero ¿cómo? Si voy al Seguro, ¿quién cuida a mis hijas? ¿Qué van a comer ellas ese día? A veces, solo decir ‘voy a ir al Seguro’ ya es un lujo. Porque en esta casa, si yo no salgo, no hay nada. No hay quien motive a mis hijas a ir a la escuela, a comer”.

Claudia recibiría una pensión de 1,700 pesos al mes, pero casi todo se le va en descuentos: un préstamo de 23 mil pesos que pidió hace cuatro años y dos seguros que nunca ha usado. Apenas le quedan 400 pesos mensuales.

“¿Con eso qué hago? ¿Pago la luz? ¿El agua? ¿La comida?”.

Habla con la voz firme de quien ya se ha quebrado antes. Atrás quedó su etapa como pandillera y su juventud sacrificada cuidando a sus nueve hermanos mientras sus padres trabajaban en la maquila.

“Yo fui chola, hasta caí en el tribunal, en la cárcel, pero cuando tocas fondo, dices: ‘Hasta aquí’. Hace 28 años que no me drogo, no tomo, no fumo. Le pedí a Dios una oportunidad… y me la dio”.

Ahora su lucha es otra: conservar el pie, alimentar a sus hijas, resistir al dolor, la indiferencia médica y a un sistema que no reconoce su humanidad. Claudia no pide caridad. Pide justicia… y trabajo.

Recientemente, Mariana, la mayor de sus hijas dejó la secundaria. No por flojera ni por falta de ganas, sino por vergüenza. Sus compañeros la molestaban porque sabían que su madre vendía dulces en el semáforo, enfrente de la escuela.

Mariana (izq.) y Alexa (der.)

“Se burlaban demasiado de ella”, dice Claudia, mientras baja la mirada.

La joven intentó resistir, pero un día ya no quiso regresar. Prefirió acompañar a su madre en la jornada diaria, arrastrar su silla de ruedas entre los coches y ofrecer dulces, uno por uno, en el crucero, donde a veces se ganan 40 pesos.

Claudia no usa gorra. Su piel, ceniza y gastada, ha envejecido de tanto sol y frío.

Y el mundo no perdona. Dos días antes de esta entrevista, un automovilista la embistió. Ella estaba cruzando el camellón cuando la camioneta la aventó y su silla de ruedas se averió. El hombre no solo no se hizo responsable; la gente que presenció el accidente se puso de su lado.

“Me gritaban ‘paralítica’, ‘estorbo’… Como si yo estorbara por gusto”.

Lejos de recibir ayuda, fue señalada. Juzgada.

“Es que dicen: ‘ella tiene la culpa por andar en el semáforo’. Pero yo no le pedí a Dios quedar así. He buscado trabajo. ¡Quiero trabajar! Yo sí puedo. No es justo que mi hija, la de 12 años, tenga que andar conmigo. ¡Claro que no!”.

Aquel día, frente al conductor que casi la mata, Claudia solo atinó a decirle:

—Ni con todo su dinero me pagaría la vida ni la de mi hija (Mariana).

“¿Se imagina si le hubiera pasado algo a mi niña?”.

¿Cómo es un día normal en la vida de Claudia?

“Me levanto y le doy gracias a Dios, eso es lo primerito. Medio me arreglo, recojo un poco la casa y me voy al semáforo. Regreso antes de que entre mi niña a la escuela, a la 1 de la tarde; le doy de almorzar, la llevo y en cuanto la dejo, vuelvo a ver qué Dios me da. Me quedo ahí, bajo el sol, incomodísima porque, como le digo, no soporto las gorras, pero ni modo. Luego voy por ella y regresamos a la casa. Así, todos los días. Es una rutina”.

En esa rutina no hay descanso ni certezas. Claudia carga el hambre a cuestas como carga su silla de ruedas: sin tregua.

A veces, ni siquiera hay desayuno. Ni para ella ni para sus hijas.

“Hay un local cerca donde van por un burrito, un jugo… Yo no. Yo a veces vengo almorzando hasta las cinco, seis, siete de la tarde. Y con eso me quedo hasta el otro día”.

Cuando se le pregunta si ha dormido con hambre, ella ríe. No es una risa de gusto, sino de amarga ironía.

“Cuando mis hijas a veces en la noche (me preguntan) ‘¿Qué vamos a cenar mamá?’ Y engañas…”.

—No, coman ustedes mis hijas, yo ya mis hijas ya ando bien llena, ya comí.

—Pero no comiste mamita.

—No, sí hijas, ¿no me vieron?, ya comí’.

“Y engaño al estómago con un vaso de agua y ya. Y le digo a mi mente: ya comimos, ya comimos, ya comimos. Con que ellas coman, yo soy feliz”.

Entre el hambre, el dolor físico y la depresión, Claudia arrastra su cuerpo por necesidad, no por elección. Pero la calle es cruel. La gente no siempre distingue el hambre del vicio.

“Muchos piensan que los que estamos en los semáforos somos drogadictos. Y sí, hay quienes lo son. Pero también estamos los que realmente lo hacemos por necesidad. Yo no soy paralítica, gracias a Dios, todavía puedo mover mi otra pierna. Yo puedo trabajar, sólo necesito una oportunidad. Yo vendo paletas, no pido. Si tuviera trabajo, créame, no estaría aquí”.

Detrás de cada caramelo que Claudia ofrece en el semáforo, hay una madre que ayuna para que sus hijas no sufran de hambre.

BLANCA | Ternura en medio del caos

A sus 68 años, Blanca Estela carga con más que los años: carga con la miseria, la incertidumbre de un hijo que deambula, con la fragilidad de su hija y hasta con un pichón herido.

“Mamá, te hablan chaparrita, que voltees a la cámara”, le dice con ternura al pichón, mientras lo levanta de la cama que comparte con su hija Claudia. Lo llena de besos, sin preocuparse por infecciones ni mugre. Lo abraza con tanto amor, como si cada caricia fuera un antídoto contra el dolor que lo doblega.

“No se cansa mi madre de darle besos”, dice Claudia entre sonrisas y resignación, mientras observa a su progenitora entregar ternura en medio del caos.

Y agrega: “Es que tiene malita su piernita también”.

“No camina”, la secunda Blanca.

“Somos compañeras del mismo dolor”, asesta Claudia.

En casa de Blanca, el hambre no es teoría ni discurso: es una presencia diaria. Carlos (77), su esposo, trabaja de parquero cuando puede y eso, con suerte, le deja 100 pesos por día. Pero hace poco se lesionó un pie y no ha podido salir. La responsabilidad recayó con más fuerza en su mujer, quien recolecta botes de aluminio, chatarra y ropa usada para revender. Lo que sea, con tal de llevar algo a la mesa.

Y cuando su hija le pide que no salga a trabajar por el frío o el sol intenso, ella responde con orgullo:

“Nosotros no somos flojos, somos gente que nos gusta trabajar”.

En las calles polvorientas de Ciudad Juárez, mientras la mayoría se desplaza con prisa entre maquilas, avenidas y centros comerciales, cientos de personas recorren cada día los contenedores de basura, lotes baldíos y banquetas en busca de algo que les permita sobrevivir. Es el caso de Blanca Estela.

El reciclaje y la recuperación callejera se han convertido para ella en un oficio de subsistencia. Cada kilo de cartón, cada lata, cada pedazo de fierro representa un plato en la mesa, un día más bajo techo, una noche sin hambre.

Mientras hacemos algunas imágenes para este reportaje, su sobrino Cristian la ayuda a aplastar los botes para ir a venderlos. Hay montones de ropa apilada afuera de su vivienda, donaciones que revende o reparte a quien lo necesite. Uno de esos destinatarios es Israel, su hijo de 40 años que vive en situación de calle.

“Ayer me lo encontré llorando. Estaba sentado enfrente de la Catedral, en una sombrita. Me dijo que llegaron unos policías y que lo golpearon sin razón. Les molesta que esté ahí sentado, le gritan groserías”.

A ella, nada le duele más que ver a su hijo así. No lo juzga. Dice que él eligió la calle, que nunca quiso estudiar ni formar una familia. Aún así lo busca, lo cuida, le lleva ropa de segunda para que la use o la venda, también latas de comida para que sobreviva.

“Si yo no le llevo eso, no come. Los policías también se enojan cuando le doy cosas. Pero yo no me voy a quedar con los brazos cruzados”.

Mientras habla, saca de entre la ropa amontonada una bolsa negra, de plástico. Dentro hay chicharrones de harina que se encontró el día anterior en un bote de basura.

“Son chicharroncitos, mire, que yo me hallé, y yo estoy comiendo de ellos, me los hallé en la basura. Pues es que con hambre… no tengo dinero ahorita, mire. Con hambre, mire… Yo me los como así de la basura, no le hace, no me interesa comérmelos de la basura; tengo hambre”. Ese día, Israel también se alimentaría de chicharrones de harina.

En ese hogar, como en el de Claudia no hay lujos, no hay wifi. No hay refrigerador lleno ni ropa nueva. Pero sí hay algo poderoso: una voluntad que no se rompe, una cadena de solidaridad entre mujeres que, pese a todo, eligen no rendirse. Porque aquí, hasta un pichón herido tiene nombre, cariño… y muchos besos.

ANASTASIO | “El hambre se le quita a uno cuando ya se duerme”

Los hermanos Juan José (izq.) y José Anastasio Colón Beltrán (der.)

José Anastasio Colón Beltrán, de 72 años, cuida con devoción a su hermano menor, Juan José, quien está por cumplir 65.

Llegaron a esta ciudad en 1962, provenientes de Durango, aunque originalmente son de Mexicali. Vinieron con sus padres, pero pronto la familia se fracturó: el matrimonio se disolvió y ambos hermanos fueron criados por sus abuelos, lo que les permitió al menos terminar la primaria.

“Fui niño de la calle desde los nueve años. Limpiaba los vidrios de los carros, boleaba zapatos, vendía periódicos… Me tocó andar por las noches gritando el famoso ¡extra! ¡extra!”, recuerda.

Se le queda grabado un gesto de compasión: “Una vez, un señor me compró todos los periódicos, eran como diez. ‘Ya para que se vaya a dormir’, me dijo. Nunca lo olvidé”.

Pero no todo era bondad. También recuerda, entre risas tristes:

“Una vez, cuando andaba boleando, se me acercó un señor muy elegante, con corbata… me dio un tostón. Dijo que eso era suficiente por un trapazo”.

¿Por qué sólo estudió la primaria?, se le pregunta.

“Lo que pasa es que la motivación de los padres es muy importante. Un buen padre dice: ‘no quiero que salgas como yo, quiero que estudies’. Pero el mío pensaba que con aprender a leer y escribir era suficiente… y que lo mejor era ponerse a trabajar en la obra o en lo que fuera”.

En aquellos años, recuerda, los maestros iban hasta las casas de los niños cuando faltaban a sus clases. Gracias a ello, a sus abuelos y “a gritos y sombrerazos”, logró terminar la primaria.

Con un nudo en la garganta recuerda que no pudo asistir a su graduación.

“No tenía dinero para el vestuario… Me tocó ver la ceremonia desde lejos”, dice conteniendo las lágrimas.

“Después me llegó mi diploma por correo”.

No volvió a estudiar.

“A veces desperdiciamos el tesoro más grande que tenemos: la juventud. No importa si no se obtiene un título; la preparación es vital, aunque sea autodidacta. Pero uno pierde el tiempo en tonterías… fue mi caso”.

Agradece a Dios nunca haber caído en el vicio de las drogas.

El tiempo pasó y se casó. Tuvo cinco hijos.

Trabajó como operador y soldador en la maquila, siempre a salto de mata. Su esposa vendía artículos usados para completar el gasto y él destinaba todo lo ganado para la casa, a veces tenía que pedir dinero prestado para el camión.

Se divorciaron en el año 2000, cuando ella se negó a vivir con él y su hermano Juan José.

“Mi madre murió en el ‘97 y mi padre en el 2000. Nos dejó una casita en el kilómetro 20, la vendí. Mi esposa regresó… pero en cuanto se acabó el dinero, volvió a irse”.

Juan José, su hermano, comenzó a sufrir ataques epilépticos desde los once años y, tras la muerte de su padre, José Anastasio se hizo cargo de él por completo.

“En ese tiempo apenas le daban una pastillita… y a cada rato azotaba. Fue hasta los (años) noventa cuando un doctor le recetó tres medicamentos distintos y, por fin, se controlaron los ataques”.

Pero la pobreza es despiadada.

Anastasio muestra los laboratorios de su hermano

En los últimos años descuidaron tanto la alimentación que a Juan José le aparecieron úlceras cancerosas. José nos muestra sus laboratorios.

“Le hicieron una endoscopía y encontraron que ya tenía muy dañadas esas úlceras… era cáncer”.

¿De qué se alimentaban?

“A veces de una sola comida al día. No alcanzaba el dinero… pero también nos acostumbramos. Comíamos pan para aguantar el hambre. El almuerzo a veces lo dábamos a las seis o siete de la tarde… y otras veces, hasta el día siguiente”.

Su voz se quiebra. “A mí no me afectaba tanto porque no tomaba medicamentos, pero a él sí, y llegó un punto en que vomitaba pedazos de carne de su estómago. Lo internaron en el Hospital General por casi dos semanas. Fue entonces que nos dieron tratamiento para sus úlceras”.

Guarda silencio. Luego, se culpa: “Desgraciadamente pienso que fui culpable de lo que le pasó a mi hermanito. Me había acostumbrado a lo fácil: ir por unos panes y una leche. Pero eso no se compara con un almuerzo, una comida, una cena”.

Lo dieron de alta por mejoría. “Desde entonces no ha vuelto a vomitar sangre. Sólo le duró un mes el hipo. Tengo fe en que, cuando le hagan otra endoscopía, salga bien. Tengo fe de que no se le propague el cáncer”.

¿Por qué no lo dejó, por qué no lo internó en un asilo?

“Porque es mi hermano. Es amor genuino. Es algo que le nace a uno… así de sencillo”.

Vivir con 600 pesos al mes

Las carencias se agravaron cuando José empezó a depender de su pensión. En 2014 recibía 2,300 pesos mensuales. Pidió un préstamo de 36 mil… luego otro de 50 mil… y el Seguro Social le ofreció 9 mil más. A 10 años de distancia, todavía debe 60 mil pesos, por lo que su mensualidad, con todo y las prestaciones de ley -incluidas por el actual gobierno federal-, se redujo a 600 pesos.

Actualmente viven en un cuartito en el Kilómetro 29, donde pagan mil pesos al mes por la renta. En otro cuarto contiguo habita su hijo menor, Miguel Ángel, de 34 años, quien tiene déficit de atención y trabaja cantando en los camiones para costear ambas rentas.

La vecindad la comparten con otros seis inquilinos. Todos dependen del agua de una sola pila para cubrir sus necesidades más básicas. Aquí, el pudor y la higiene son lujos imposibles.

“Estoy ahorrando para comprar dos tambos y llenarlos de agua, taparlos al menos, para protegerla de la tierra”, cuenta Anastasio, con la calma del que ya aprendió a resistir.

A pesar de las carencias, no se quejan. “Gracias a Dios, aunque sea un taquito, siempre estamos comiendo todos los días… Con suerte, hay ocasiones en que logramos hacer las tres comidas, pero a veces ni eso”.

Y remata, con la sabiduría del hambre:

“Es que el hambre se le quita a uno cuando ya se duerme”.

José, en cambio, mira más allá del plato. “El alimento es necesario, sí. Pero alimentar el espíritu es más importante. Ver la realidad que nos rodea. La solidaridad es clave. Si uno comparte hoy, mañana alguien compartirá contigo”.

En esta casa, donde la necesidad apremia, la esperanza no se ha mudado.

Miguel | “La vida es una cadenita”

Miguel Ángel, hijo de Anastasio, regresa a casa en medio de la entrevista.

“Uno como hijo tiene que concientizarse para ayudar a sus padres mayores. Porque algún día nosotros vamos a ser viejos también. La vida es una cadenita. La gente me ayuda en los camiones, yo ayudo a mi papá y Dios me ayuda a mí”.

Una sopa que salva el día

Fue el hijo de Anastasio quien los acercó al Banco de Alimentos.

“Mi mamá trabaja en el (supermercado) S-Mart (que es aliado del banco). Yo sabía que mi papá tenía necesidad”, cuenta Miguel Ángel.

Anastasio se emociona.

“Esta ayuda es muy buena, muy grande. A veces una sopa de diez pesos puede alimentar a dos o tres personas… y no siempre se tiene ni eso”.

Cada quince días reciben agua, aceite, arroz, maseca, frijol, verdura, cereal, atunes, galletas, jabón, ropa, pasta dental. No es suficiente, pero sí un alivio.

Aceptó la ayuda del banco a pesar de la vergüenza que sintió al principio.

“Mi hijo me dice que me vaya de parquero al Oxxo. Pero si me voy, ¿y si le da un ataque a mi hermano? Estoy pendiente de sus medicamentos, del reflujo, de todo…”.

Y, aun así, insiste:

“Lo importante en la vida es ser feliz, de alguna manera”.

En medio de tanta dureza, también ha habido pequeños rayos de esperanza.

Un día, mientras Claudia vendía dulces en la calle, vio pasar una camioneta con un logotipo: Banco de Alimentos. La detuvo casi por instinto.

“Le pregunté al chofer si ahí nos podían ayudar. Y me dijo que sí, que llamara, que hiciera la solicitud. Y mire, gracias a Dios me aprobaron y hasta acá me traen la despensa, porque yo no puedo ir por lo de mi discapacidad”.

Desde hace dos meses, a ella también le dejan comida en la puerta. Tampoco es mucho, pero es vital.

“Nos traen verdura, fruta, cosas que yo no puedo comprar. A veces trato de tener lo básico: huevo, frijoles, leche, con eso a veces nos alimentamos. Gracias a Dios”.

En estas casas donde el hambre ha aprendido a ser paciente, una bolsa de arroz puede significar un día más de vida; una lata de atún, un motivo para sonreír. No se trata solo de comida: se trata de dignidad, de resistir sin perder la ternura, de seguir soñando aunque el estómago esté vacío.

Porque aquí, en estas esquinas olvidadas de Ciudad Juárez, hay quienes agradecen una sopa como si fuera un banquete. Y es que, cuando el sueño es el único alimento, una despensa puede ser el milagro que llega justo a tiempo.

Desde su llegada a esta frontera, hace dos años, el Banco de Alimentos de Ciudad Juarez A.C. ha llegado a más de 42, 971 personas, 11 mil familias y 62 instituciones públicas. El plan a mediano plazo es alcanzar las 20 mil familias (datos actualizados al cierre de esta edición).

El video adjunto, realizado por Ser Visible: aquí todos contamos, ofrece un panorama general de los servicios que brinda esta Asociación Civil, presenta a sus colaboradores y muestra cómo opera en su día a día.

Texto, fotografía video y edición: Gustavo Cabullo Madrid