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Héctor, un thriller de relatos sórdidos

A 20 años de feminicidios en Juárez, la generación de la ignominia y el rencor

“Héctor” vivía con sus abuelos a salto de mata, en una zona periférica de Torreón, donde la subsistencia era el desempeño de labores de campo y albañilería. Recuerda cuando acompañaba al “viejo” a trabajar a cambio de golosinas y refrescos, a la edad de seis años. “Me trataban bien, nunca me pegaron”.

A pesar de las múltiples carencias, de ver la vida “como gente grande”, solían ser días felices hasta que, con el paso de los años, el muchacho empezó a resentir el cariño de una madre. Quería conocerla, sin importarle lo que dijeran sus mayores: “Te encargó con nosotros y se largó a Juárez. Es mala, te dejó para irse de loca con otros hombres”.

Haciendo caso omiso a la retórica de los abuelos, el muchacho quería ver el rostro de la mujer que lo parió; su intención era ayudarla, sacarla del lugar que le dibujaban sus abuelos. Al cumplir los ocho años el trato ya era distinto: “Tú me ayudas; yo te doy dinero”, por lo que aquellos dulces baratos se transformaron en un par de monedas”. Realmente muy poco. 

Pero no transcurrió mucho tiempo para que Héctor alcanzara el primero de sus objetivos y, con él, un camino que difícilmente admite retorno. Un día, mientras el abuelo liberaba de su viejo pantalón unas monedas para comprar refrescos para ambos, observó cuando se le salieron del bolsillo los pocos billetes, producto de un día de trabajo agotador, presos de un sol abrasador. “Le robé 300 pesos”, confiesa, aunque era la oportunidad para ver a su progenitora. Esa noche escapó de casa, buscó un camión de esos “piratas”. “El Laguna Comarca” con destino a Ciudad Juárez. El precio: 250 pesos.

Hoy, a siete años de distancia, platica Su versión.

CIUDAD JUÁREZ, CHIH., MX. / ABRIL, 2014 – 

(Año 2011) Ya eran varios días en los que el clima gélido sorprendía a los fronterizos; lluvia, ventarrones y granizo mantenían a toda una población bajo techo.

En la colonia Partido Romero, un menor escurridizo, confundido, deambula por las calles. Ofrece sus servicios: “Le lavo su carro, le limpio el frente de su casa”, dice a los pocos vecinos que le abren la puerta para rechazarlo con un ‘ahora no, gracias’. Sin darse por vencido insistía: “Ándele,  ayúdeme, mis hermanitos tienen hambre y frío; desde la mañana los dejé solitos, la puerta tiene un hoyo y se está metiendo toda el agua”, insistía del otro lado del umbral. 

¿Y tu mamá?, lo aborda otro lugareño. “A ella la mataron y le sacaron todo lo de adentro (de su cuerpo)”, expone, para después soltar un llanto que contagia. “Mi mamá me encargó con mis abuelos cuando yo estaba chico, tenía como dos años. No me acuerdo”.

Su progenitora fue “otra más” de “las muertas de Juárez”. Ésta, su versión.

(Año 2005). Héctor narra que al llegar a Juárez se topó con varias noticias. Una de ellas, que tenía otros dos hermanos de diferentes padres; uno con malformaciones físicas. Le decían el “mocho”, pues le falta medio brazo, además de un testículo, tenían dos y tres años de edad, respectivamente.

La madre (de 30 años de edad) los dejaba solos para irse a trabajar con su hermana (de 33), en una cantina, en la Zona Centro. 

“Era, pues, cómo le digo. Pues andaban de putas”, suelta el menor.

La historia de Héctor se desarrolla en la colonia Fronteriza Baja, uno de tantos lunares mayormente afectados por la marginación, pobreza y delitos de alto impacto.

Mientras las mujeres salían a buscar el sustento del hogar, Héctor cuidaba a sus nuevos hermanitos. Era una vida monótona, plagada de insultos y sinsabores, en la que cada día veía desfilar a hombres bajo su techo; “gordos, chaparros, ancianos, militares, religiosos”, daba igual.

Los abuelos tenían razón.  “Mi mamá andaba en malos pasos”, dice, quien después de varios meses se decepcionó de la vida de su progenitora y se regresó a Torreón. pero su regreso ya no fue el mismo. Lo recibieron unos abuelos  indiferentes, decepcionados.

Aunque Héctor trataba de limar asperezas e iniciar una vida nueva con ellos, ya no era igual, pues desde que robó el dinero del abuelo y escapó a Ciudad Juárez, traicionó su confianza.

De modo que Héctor regresó a Juárez en repetidas ocasiones.

En ese tiempo se acostumbró a hurtar el dinero que su madre, alcoholizada, olvidaba en los bolsillos de sus jeans. A veces iba al mercado Reforma a desempeñarse como estibador, y aunque no ganaba mucho, le alcanzaba para costear el camión de regreso a la Comarca Lagunera.

Una tarde, después de ayudarle al abuelo, lo recibió la abuela con una noticia inesperada..

Ésta, su versión.

(Año 2006) “Tienes que regresar a Juárez. Tu mamá, dicen que ya tiene tiempo desaparecida, a mí no me querían decir para no preocuparme, pero parece que ya son días, casi desde que te regresaste aquí con nosotros. Los niños están con tu tía “Clara”, ya vez como andan las cosas por allá. Ve, dinos como está todo, ve a ver a tus hermanitos”, insistió preocupada.

Para entonces Héctor tenía 10 años; edad en la que la escuela le quedó muy lejos. Tanto, que olvidó cómo leer y escribir, lo único que le quedaba era la aritmética básica.

Fue entonces, cuando el regreso de este niño marcaría su historia y pronto enfrentaría el estigma de ser de la generación de “Las muertas de Juárez”.

Desde la desaparición de la madre de Héctor, los menores quedaron bajo la custodia de la tía “Clara”. Héctor platica que el hecho lo unió más a sus hermanitos y que incluso ayudó en la búsqueda ¿Cómo? Visitando las afueras de las cantinas de la Mariscal para preguntar por su mamá. Cargaba una fotografía.

La imagen de esta mujer, cuyo nombre fue alterado en esta entrevista por respeto a familiares y motivos de seguridad, además de que el hallazgo en su momento causó confusiones y controversias, posó bastante tiempo en los pasillos de la extinta Procuraduría General de la República (PGR).

Luego de varios días, expone Héctor, él y sus hermanitos estaban en casa de su tía cuando llegaron unas personas a bordo de una “camionetota” a decirles que en el área de Lomas de Poleo habían encontrado unos restos de quien al parecer era “Beatriz”.

“Le quitaron pelos a mi tía, saliva y un cacho de uña para saber si era su hermana”. No transcurrió mucho tiempo para conocer la verdad. La tía fue requerida para ir a reconocer el cuerpo. Y, en efecto, pertenecía a “Beatriz” y como prueba determinante fue su diente, chapado en oro.

Pese al abandono sufrido por su progenitora, Héctor resintió bastante su muerte. No obstante, se negó a asistir a la funeraria, sólo acudió al cementerio. Ahí se aproximó al féretro, pero no se atrevió a abrir la caja. De hecho nadie la destapó.

“Mi tía me hostigaba: Ándale, para que vayas a ver a tu mamá, tus hermanos ya están allá (en la funeraria), ve, tráetelos”, le decía la mujer sin el más mínimo recato de tristeza. “No tía, ya qué le miro, si ya está muerta”, le contestaba el muchacho. La tía conservó fotografías de los restos. No se sabe si por su mente corrió que en algún momento Héctor o sus hermanos verían las imágenes. “Me preguntaba: ¿quieres ver a tu mamá?, ándale, ahí están las fotos”. Las dejó encima de la mesa de la tele”.

No pasó una semana cuando la curiosidad condujo a Héctor a abrir el sobre que contenía las fotografías de los restos de su madre. “Quise desmayarme”, recuerda.

¿Qué viste? “Vi una mano, un pie. Su cabeza estaba como una manzana cuando está mucho en el sol, así, toda podrida. Cuando le miré las patas tenía un número, tenía una nota”.

La noticia de “Beatriz” fue difundida en todos los medios de comunicación de la localidad. Incluso, un canal de televisión consiguió los recursos para comprar el féretro color blanco. “Salimos en el periódico. Nos acomodaron del más chico al más grande. En el periódico decía que habían violado a mi mamá”. 

Llevar a cuestas el cuidado de sus hermanos y bajo tratos indignos de su tía Clara obligaron a Héctor a pensar en el suicidio y su brazo izquierdo es testigo de su infructuoso intento. “Después del funeral de mi mamá rompí una botella y me corté el brazo con un vidrio, no alcancé a llegar a la vena. Me arrepentí, agarré un trapo, me lo amarré y no le dije a nadie, así anduve por varios días”, resume.

Transcurrió el tiempo y de la “vida galante”, la tía de Héctor pasó a ser ama de casa, gracias a un hombre que la sacó de una cantina. “Un viejillo, feo y renegado”, describe Héctor.

“Desde que anduvo con ese guey, ‘a león’ (nos descuidó)”, refiere. Cuenta que su tía era bastante ruda con ellos. “Como una madrastra” que lo obligaba a trabajar todos los días en los mercados populares, bajo la presión de una cuota diaria: por lo menos 100 pesos. Héctor también medio aseaba la casa.

“Lo que me daba asco era limpiar el baño, siempre estaba tapado, lleno de mierda”, reprocha.

Sus primos trataban mal a sus hermanos. Manifestaciones de desprecio; “mugrosos, arrimados” hacían eco en unos cuartos que ya de por sí eran deplorables.

“El que iba para tres años se murió”, agrega Héctor con una mueca que raya en la normalidad, incluso, parece alegrarse de tan lamentable suceso.

 ¿Cómo que se murió? “Se ahogó. Se dio un golpe en la cabeza y se cayó en la pila. ¿Pila?, sí, esa, donde se va toda la mierda cuando le bajas”. Ah, el escusado. “Ándele, ahí se ahogó el pendejo, donde se va toda la mierda”, suelta de tajo. Ésta, su versión.

El clima árido de la frontera en pleno verano suele ser asfixiante. Ese día los termómetros marcaban de nuevo los 42 grados Centígrados

Aunque las puertas y ventanas de toda la casa permanecían abiertas, el olor a excremento y orines estaba impregnado en cada rincón. El garrero esparcido en el piso y trastes sucios, además de un inodoro obstruido era el panorama de bienvenida a esta casa, según sus propias palabras.

Por ahí corría “Ernesto”, el primo más pequeño de Héctor. Le decían el “mudo”, pues a su corta edad (casi tres años), todavía no articulaba palabra alguna. “Yo digo que estaba hasta tonto”, relata Héctor.

En una de las habitaciones estaba la madre de este pequeño, con su pareja sentimental. Del otro lado de la puerta el golpeteo de la cama inquietaba a Héctor; se imaginaba la escena.

Pero ese día quien más lo irritó fue el “mudo”; aquel pequeño que de pronto lloraba de hambre, ataviado con un pañal sucio, sin soltar su chupón y su muñeco favorito; un despostillado luchador de plástico. 

En tanto, los hijos de esta mujer estaban una en la escuela y otra de cuatro años encargada con una vecina, a dos casas de distancia. Ahí también permanecían los hermanos de Héctor.

Exasperado por el ruido de la pareja, Héctor se atrevió a tocar la puerta de la recámara, de la que salió un viejo enfurecido y en calzones le reclamó a Héctor. 

“Qué quieres, vete, ‘ponle al jale’, ya estamos hasta la madre de mantenerte a ti y a tus chingados hermanos, deberían largarse”.

“El niño está sucio, tiene hambre. Denme pa’ comprarle leche y pañales”, solicitó Héctor, quien, por imprudente, fue arremetido a empujones.

“Nos estabas espiando como siempre”, gritó el viejo. “Está pendejo”, retó Héctor. 

Su grosería colmó la poca paciencia de un hombre que descargó su furia contra el muchacho.

“Primero me dio un cachetadón. Ella se levantó de la cama, vino y me jaló de los pelos. Él me dio de cintarazos”, cuenta Héctor. Pensó: “Cabrones aprovechados, cómo no se ponen con uno de su tamaño”.

Héctor simuló que lloró, luego que cayó rendido en un sillón destartalado. “Cerré los ojos”. 

Así que la pareja continuó con lo suyo. Aunque no por mucho tiempo, porque al rato el hombre se fue a trabajar a un taller de carrocería a escasas cuadras del lugar. 

“Cuida a los niños”, ordenó de un empujón a Héctor para “despertarlo”. Pero el menor siguió recostado. 

“Mi tía estaba dormida, bien ‘peda’, más tarde fui al cuarto y le saqué (de la bolsa) del pantalón 50 pesos”, con los que compré en la tienda dos pañales y leche para el primo. Tardé  varios minutos.

A mi regreso ya no vi al “mudo” en la sala, donde lo dejé por última vez. 

“Lo busqué por todas partes hasta que lo hallé en el baño, ahogado, en la pila”. 

—¿Ahogado?, ¿Pila? 

—“Sí, allí donde se va la mierda”. ¿En la taza del baño? Ándele, allí donde se va la mierda…”.

“Ya estaba muerto el guey. Tenía la cabeza y la boca toda abierta, tenía mierda, había sangre. Allí estaba también el luchador en la pila, también el chupón. Creo que se pegó en la mera esquina y se cayó”, detalla, sarcástico, pero a su vez dejando escapar un gesto que raya en el cinismo.

—¿Y qué hiciste? 

—“Levanté a mi tía. Le dije que fuera al baño, que “Ernesto” estaba muerto”. “Qué te pasa guey, estás pendejo”, me dijo.

—Tía, “Ernesto está en el baño, tuvo un accidente. Se ahogó”, insistía Héctor.

La mujer, taciturna, se levantó y caminó a pasos agigantados para ver si era cierto lo expuesto por su sobrino, que no fuera una broma o pesadilla producto de su borrachera. Pero no. Todo era verídico. Más aún, la escena era surrealista.

“Cuando mi tía gritó, yo corrí”. 

—¿Intentaste huir?

— No— asegura a este reportero— Y explica que su intento por correr fue por impulso. —Pinche guey, me dijo mi tía, me cacheteó, me costaleó en la pared. No te vas, me dijo. Me agarró el brazo muy fuerte, me clavó las uñas. 

—Qué le hiciste, pendejo, qué le hiciste al niño, a mi hijo, tú lo mataste, tú le hiciste esto, maldito perro, estás salado; por eso mataron a tu madre”, le gritó la mujer a Héctor, cegada por la ira.

—Si no te gustó, por qué no lo cuidaste tú”, increpó un Héctor transformado tras los comentarios.

La mujer se encendió. “Me estrelló en la pared, las vecinas oyeron y vinieron, llegó mi otro primo, mis carnales. Alguien fue avisarle al novio de mi tía para que viniera. Se llenó de gente la casa”. 

Pero eso no la inhibió para seguir descargando su furia a golpes contra Héctor. Luego pidió ayuda: “Pronto, llamen a la ambulancia, a la Policía, muévanse. Mi hijo se me muere”.

Sabía que sus ruegos eran en vano, el “mudo” ya no presentaba signos vitales.

Acto seguido arribó la pareja sentimental de esta mujer: “Mira lo que hizo este pendejo, mató al niño, mira, le metió su cabecita al baño, es un animal”.

“El viejo peló los ojos, parecía un diablo”, empuñó su mano y se me abalanzó, me tiró un golpe en la boca, me la reventó, me puso unos patadones.

El vecindario se paralizó ante los hechos. 

“Fuiste tú, pinche asesino, hijo de…, cómo pudiste, era tu primo, tu primo”, le dijo el viejo a un niño acorralado por todos los que ahí observaban, incrédulos, tan triste escena, plagada de insultos, gritos, sangre y lamentos, mientras que afuera una camioneta del Servicio Médico Forense anunciaba que aquí se desarrollaba otra tragedia.

—Héctor, ¿tú lo mataste, tú mataste a tu primo?, le pregunta el reportero a quien el día de la entrevista llevaba puesto un pantalón con manchas de sangre deslavada.

Regresa de nuevo ese gesto en su rostro, cínico. Hace una pausa a su relato. Suspira. Esboza una sonrisa y suelta: “mi primo se quedó con los ojos abiertos”.

Héctor narra que fue conducido a la comandancia. “A la Estación Aldama”.

“Allá me tuvieron una noche. Me sacaron huellas, fotos, fotos de lado”, describe. Los judiciales me daban ‘bachones’ para que dijera que yo había matado al mudo: ‘Habla guey, ándale, ya para irnos’, me dijo uno de ellos. Yo acá, todo asustado, le decía: ‘no sé nada, sólo fui por pañales’, yo estaba llorando, no tenía palabras. ‘Este morro se va a quedar aquí guey’, dijo el judicial”.

Sin embargo, al día siguiente Héctor quedó en libertad y regresó de nuevo a casa de su tía. “Y ella me mandó a la ‘riata’”. Ésta, su versión.

¿Qué pasó después de la muerte del “mudo”? La tía no quiso saber nada de los sobrinos. Corrió a los tres. El día del accidente, todos, a excepción de otra tía, quien radica en el suroriente de Juárez, le echaron la culpa a Héctor, a quien hoy conocen como “el asesino del mudo”. 

“Si piensan mal de mi, que así piensen, que yo lo maté pues”, dice al respecto.

De las tías de Héctor, la que vive en el suroriente se hizo cargo de los dos hermanitos y en cuanto a Héctor tomó como refugio una camioneta abandonada, tipo van, que acondicionó –por ahí mismo, por la colonia Fronteriza Baja–.

¿Cómo te cubrías del frío?, se le pregunta.

“Uso dos cobijas y plástico que compré a 10 pesos el metro”.

No pasó mucho tiempo para que Héctor fuera a visitar a su tía, pues quería aclarar las cosas. “Qué quieres, pinche asesino, vete. No sé por qué no te mueres”, gritó la mujer puertas adentro; palabras con las que selló su indiferencia. 

Héctor alcanzó a decirle que todo había sido un accidente, pero que también había sido culpa de ella, por descuidar a sus hijos “por andar de peda”.  

Ya instalado en el viejo automotor, Héctor se hizo de un amigo, el “Pollo”, de 15 años de edad, quien, al igual que su hermana, era un experto consumidor de agua celeste, “la marihuana ya pasó de moda”, eran las palabras del “Pollo”.

“Yo nomás he probado el cigarro”, asegura Héctor. “De pronto me tomo una caguama, pero nunca me pongo borracho, porque luego pienso cosas, me pongo triste. Si así sufro por lo que le pasó a mi mamá, sufro para comer, sufro porque dicen que maté al “mudo”, mejor nel, no me pongo pedo”. 

Menciona que donde vive “chavos, morras andan de celestinos”. 

—¿Qué es eso?

— Que les gusta el agua celeste. 

—¿Cómo le haces para no caer en esa tentación?

—  “No se, me gusta el deporte. Todas las tardes me pongo un short blanco, me voy al parque, me gusta el box, me voy a hacer sombra, ‘tiro guante’, acabamos, jugamos futbol y ya me meto en la pinchi van”, expone.

Dice que le han ofrecido vender mariguana, agua celeste, pastillas, cocaína.

—¿Quién?

— “Unos gueyes del centro, un morenillo de ahí, dice que me mete a trabajar, a vender, pero no, le digo: no guey, eso va a terminar con mi vida”. Y tiene otra razón de peso: “Si le hago caso voy a caer en el Cereso (Centro de Readaptación Social para Adultos). Un día mi tía “Clara” me dijo: ‘Si andas de vago, vas a terminar como tu mamá, muerta, o en la cárcel”.

—¿Qué crees que pasó con tu mamá? 

—“Dice mi tía que andaba en malos pasos, que la mató un judicial. La última vez que la miró iba por unos pañales para mi hermano el más chico. Le dijo: cuídalos, ahorita regreso. Y ya nunca volvió, dijo que llamó pa’ Torreón para ver si allá estaba, la buscaron. Luego en la PGR había fotos de ella”.

Cicatrices. A Héctor se le observan varios tatuajes en brazos y cuello. Menciona que para quedarse a vivir en la camioneta abandonada, lo “cholos” lo hicieron tatuarse el eslogan de la pandilla que lidera el sector. Al tiempo de la entrevista, su pantalón tenía manchas añejas de sangre. Al cuestionarle sobre esto último se incomoda, se pone nervioso, pero suelta respuesta. Asegura que fue de esas veces cuando se quedó en una casa de huéspedes, por la Zona Centro; que se le subió una chinche, lo picó, la mató y se ensució de líquido hemático. ¿Te has peleado, has herido a alguien con una navaja? “No, ah, no estoy loco”, repara, pero acepta que sabe pelear. Otra de las cicatrices se le aprecian por encima del codo. Cuenta su origen. “Una vez quisieron quitarle los tenis al ‘mocho’. Cuando traté de defenderlo me atacaron con una navaja y un guey me alcanzó a dar por el codo. ‘Hay muere’, les dije, pero los putos se llevaron los pinches tenis, también los míos”. Ésta, su versión.

“La zona”. Harto de vivir a salto de mata, Héctor buscó ingresos en la prostitución. Empezó a ofrecer su cuerpo –el cual, a pesar de su edad, ya estaba marcado–. Fue sonsacado por el “Pollo”. No sabía que éste se dedicaba a satisfacer a hombres y a mujeres. “Por eso siempre traía dinero para andar de ‘celestino’ y en la ‘pisteadera’”.

“Ahí sacas una feria. Estas morrillo”, lo motivó el ‘Pollo’, “los jotitos pagan bien”, le insistió. De tal forma que Héctor salió a probar suerte. Su primer día le fue bien, platica. “Me agarró un chavo, un joto vestido”. Luego lo levantó otro, y otro. Su primer ingreso fue de 600 pesos. Lo que podría ganar en la maquila en una semana. “Nunca lo había hecho, ni con una mujer, era ‘cherry’ (virgen)”, confiesa, pero no duró mucho tiempo practicando el “oficio” y volvió a su morada, a la van abandonada.

“Está bien pirata mi vida”, reflexiona este menor, quien hace una pausa a su relato para centrarse en su familia. Ésta, su versión.

“Mi tía “Lupe” si es buena, “Clara” y “Juanita” son las otras. Pero se pelean mucho”, describe Héctor. “Lupe” vive en Las Torres. Cree en la inocencia de Héctor, ella tomó la custodia provisional de sus hermanitos.

En cierta ocasión se fue a vivir con ella, empero, a la semana los primos lo señalaron, a la primera oportunidad le gritaron asesino. 

Hasta el día de la entrevista vivían sus abuelos, a los que jamás volvió a visitar, pero que sí les llama por teléfono. Platica que ahora son distintos, que la muerte de su madre los sensibilizó.

“Vente mijo, no batalles. ¿Ya comiste?” le dicen los viejos. “Se preocupan”.

¿Cómo era tu mamá? “No sé, yo creo que necesitaba cariño de otras gentes, a mi mamá yo le valía madre también, como a toda mi familia”.

¿Has ido a visitar a tu madre (al Panteón San Rafael)? “Sí, pero no le he llevado flores porque no he tenido. Nomás le barro y le echo agüita pa’ que no se agüite”. Ésta, su versión.

¿Alguna vez te han llevado al tribunal para menores? “Varias veces me llevaron a albergues, también a la Cárcel de Piedra, cuando había ‘toque de queda’. 

Hubo un tiempo en el que Héctor encontró en la cárcel un escape al frío.

“Cuando no tenía donde quedarme a dormir, dejaba que me llevaran a la cárcel, me les ponía enfrente. Ahí dormía a gusto, hasta soñaba”. 

¿Hoy qué sueña Héctor? “Cosas malas, muy malas”, contesta con un gesto siniestro. ¿Cómo qué?  “Que soy malo, malísimo”.

La mirada de Héctor es penetrante. De mediana estatura, pero corpulento. Es moreno claro y de cabello de corte tipo militar.

“La gente que me ve en la calle piensa que la voy a robar, que le voy a hacer algo, me ven con cara de malo”, refiere. Y tú, ¿que piensas de eso? “A veces se me viene en la mente el niño que se murió. De tanto que me echan la culpa, a veces pienso que yo lo maté. Si piensan mal de mí, pues que piensen mal, me vale”.

¿Comentas que también te han llevado al DIF (Desarrollo Integral de la Familia)? “Los policías me llevaron”.

En cierta ocasión, Héctor aprovechó el descuido de los trabajadores de un albergue para escapar. Era de mañana. Ésta, su versión.

La alternativa de escape fue la ventana del baño, pero su intento fue fallido, se quedó atascado, “me andaba ahogando. Con las manos me empujaba para arriba, un señor me miró y gritó: ‘se está escapando uno por el baño’. Me sacaron y de ahí (los empleados de este centro) me agarraron coraje. El muchacho que nos cuidaba, “El güero”, me torció la mano, me dolió un chingo”.

Le dijo: “Eh, guey, me duele”. Nunca le hubiera dicho guey. 

“¿Cuál guey?, me dijo y me dio un ‘bachón’ en la nuca. Cuando le dije: ‘me duele’, me dio como cuatro ‘bachones’. Lloré y me dijo: ‘pinche llorón”.

Al llegar con los otros internos, uno de ellos hizo mofa del rostro lloroso de Héctor, por lo que éste desquitó su coraje en contra del burlón. Se transformó, perdió los estribos.

“Me dijo: ‘pinche llorón’. Lo agarré a chingazos, lo tiré al suelo, lo arrastré, le pisé la cara y le rompí la nariz. Allí todos eran malillas, delincuentes, sabían defenderse. Yo estaba en el área de los más grandes, les tenía miedo, ni dormía a gusto”. 

Héctor sería castigado. Al mediodía, “a la hora del baño, El güero me quería bañar a huevo, a mí solo, pero le dije: ‘no. Por qué no dejas que me bañe con los demás’”. Héctor veía las malas intenciones de este sujeto, quien le advirtió que más tarde regresaría para bañarlo.

“Más tarde, como a eso de las dos (de la tarde) me llevó de nuevo a las regaderas, a empujones, me asusté mucho. Quería entrar conmigo. Le dije llorando: ‘no compa, como va a entrar conmigo, me debo bañar yo solo. No bato’”.

“Al último me sacó de la regadera, encuerado. Me dijo: ‘ah, entonces no quieres bañarte’. Llorando, le contesté: no bato. Al último me sacó. Me dijo: ‘sígueme’, me llevó al patio, hacía mucho sol, me dijo que lo esperara, hincado, y regresó con un bote de chile con caldo. Me sentó, me agarró la pilinguilla (el pene), me la puso adentro, en el caldillo y uuf!, me ardió todo, atrás y adelante” (describe).

Héctor no lloró. Bramó de dolor. “Te vas a sentar otra vez, me dijo”.  

Al levantarse, Héctor se revolcó entre la tierra, árida y caliente, en pleno verano. “Me retorcía de dolor. Sudaba y me ardía”.

“Aaaah, gritaba”. Pero parece que nadie escuchaba sus lamentos. “El güero” llevó a Héctor a la ducha.

“El guey ahora sí me metió a bañar a huevo. ‘Te voy a tallar yo’, me decía, pero llegó una señora. Dijo: ‘qué está pasando aquí’. ‘Metí a bañar a este pelionero’ le contestó este guey a la señora. Si decía algo, me las iba a ver con él”. 

Terminó bañándose solo. 

El albergue, Héctor lo describe así: celdas, patio, comedor, cocina, regaderas y una cancha de futbol. Dice el nombre, pero este medio lo mantiene bajo reserva.

El culmen de este último castigo motivó a Héctor a escaparse. El entrevistado desconoce si la escena del albergue fue más humillante que la de la muerte del “mudo”. En ambas fue señalado, en una fue juzgado, en otra burlado, pero en ambas quedó marcado, estigmatizado.

“Al día siguiente no quería que nadie me viera, me daba un chingo de vergüenza. Me fui a esconder a la casa del perro. Se me subieron las garrapatas, me daba comezón, pero ahí me quedé” inmóvil, sin hacer ruido.

Todos salieron en su búsqueda, sin embargo, a nadie se le ocurrió escudriñar adentro de la casa del perro guardián.

“Yo escuchaba todo. Decían: ‘vamos a decirle a la Policía, que vengan del DIF a buscarlo’. Héctor aprovechó la hora de comida y saltó la malla. Ésta, su versión.

Y así, Héctor ha logrado escurrirse ante cualquier situación que lo aqueja. Ya no volvió a un tercer encuentro con este reportero.

(Tiempo actual) En los últimos años, luego de esta entrevista, la imagen de Héctor se ha visto en la nota roja de los periódicos, siempre bajo nombres distintos. “Ya es todo un delincuente”, o al meno así lo han hecho ver los protocolos de prensa en los que ha figurado con el rostro difuminado, por tratarse de un menor de edad. Lo han atrapado vendiendo droga, con armas de fuego, ha participado en el robo de vehículos… Para plasmar su relato, este medio mantuvo la esencia de su versión, lejos de estadísticas, opiniones de expertos y policiales, con la intención de hacer ver a los lectores hasta dónde puede llegar un hijo que sufre la indiferencia de sus padres y, peor aún, ante la ineficacia de las autoridades que se jactan indiferentes ante los menores que hoy son la generación de “Las muertas de Juárez”. ¿Verdad o mentira?, Héctor recreó su propio acontecer. Existe y, como él, pueden andar por las calles muchos Héctor. Todos los nombres que aquí aparecen –incluido el de Héctor– fueron alterados, al igual que datos específicos y fotografías, con el fin de proteger su integridad (Un agradecimiento muy especial a la periodista Myrna Pastrana por su orientación durante el desarrollo de este trabajo).