CIUDAD JUÁREZ, CHIH., MX., AGOSTO, 2025 (servisible.mx). –
Ciudad Juárez en los años ochenta era una frontera viva y caótica, marcada por un crecimiento acelerado que transformaba su rostro cada día. La industria maquiladora, en pleno auge, atraía a miles de migrantes del sur del país en busca de empleo. Y, mientras en algunas zonas se levantaban fraccionamientos modernos, en los márgenes del desierto proliferaban colonias sin pavimento ni servicios básicos.
En ese paisaje desigual, el narcotráfico comenzaba a consolidarse como un poder paralelo. Figuras como Gilberto Ontiveros Lucero “El Greñas”, ganaban notoriedad y la corrupción se filtraba por los pasillos de la política y los cuerpos policiacos. La prensa escrita funcionaba bajo censura o alineamiento editorial y la radio y la televisión empezaban a diversificarse.
En aquel entonces, El Diario de Juárez —fundado en 1976—, era el gran bastión informativo de la frontera. Con el mayor tiraje, un numeroso equipo de reporteros y un estilo ágil, marcaba agenda no solo en la ciudad, sino en buena parte del estado; cubría desde la expansión maquiladora hasta la violencia naciente del narcotráfico; desde las tensiones laborales hasta los cambios en la vida cotidiana de una frontera que crecía sin pausa.
Pero su posición de liderazgo implicaba también un férreo control editorial. En un ecosistema mediático dominado por pocos actores, este periódico representaba el poder informativo tradicional: líneas editoriales fijas, jerarquías rígidas y un discurso moldeado desde la dirección. Para muchos, era una institución sólida; para otros —especialmente desde adentro—, un espacio que comenzaba a asfixiar la libertad periodística.
I. El quiebre ético
En 1986, la redacción estalló. Un choque frontal con el gobierno priista de Chihuahua abrió una grieta ética imposible de cerrar.

Ese año, los ecos del poder se filtraban hasta las redacciones. El gobernador priista Fernando Baeza se incomodó con ciertas publicaciones de El Diario de Juárez y exigió cabezas. Elías Montañez Alvarado (†), entonces director editorial, permitió que se publicaran notas críticas durante la ausencia del dueño del rotativo. Al regresar, el propietario se topó con un gobernador furioso y, poco después, 11 periodistas fueron despedidos. Pero la herida no cerró ahí: 14 más dimitieron en un acto de lealtad.
La renuncia masiva que siguió dio origen al semanario Ahora: un acto de rebeldía editorial en una frontera donde la prensa solía agachar la cabeza. Sin un peso en los bolsillos, pero con la dignidad intacta, aquellos reporteros rompieron el cerco informativo, destaparon corrupción y expusieron al crimen organizado. Entre sus páginas quedó inmortalizado un episodio inédito: el encuentro con El Greñas —fallecido el pasado 28 de abril—, capo fundador del Cártel de Juárez que, desde su celda, disfrutaba de lujos y recibía visitas frecuentes —sobre todo de su esposa y su hija—. La primicia fue más que una imagen: un golpe al espejismo de legalidad que se pretendía vender, era la prueba gráfica de que, en Ciudad Juárez, la corrupción ya tenía rostro… y cártel.
Tras la muerte de El Greñas, volvió a la memoria aquella imagen capturada por “un fotógrafo” cuyo nombre permaneció oculto durante décadas. Hoy, ese testigo se revela: era Luis Meraz Ledezma, el único que logró entrar a la celda del capo y retratarlo. Casi 40 años después, rompe el silencio y nos conduce de regreso a ese instante que marcó un hito en el periodismo independiente de la frontera.
“A mi no me corrieron, pero vi quiénes se fueron; gente honesta, talentosa”, recuerda. La renuncia no fue solo laboral; fue moral. En ese momento se gestó un movimiento que cambiaría la historia del periodismo juarense: el nacimiento del semanario Ahora.
II. Así comenzó el Ahora
Los primeros encuentros se dieron en la casa del periodista Elías Montañez, ahí se empezó a bosquejar el nuevo proyecto. Se sumaron escritores, fotógrafos y colaboradores de revistas nacionales como Proceso y Zeta, a quienes llamaban “los solidarios”, sumándose el hoy actor multifacético Joaquín Cosío, quien fungió como diseñador gráfico.

La elección del nombre no fue fortuita, se discutieron decenas de propuestas hasta que una palabra sencilla y rotunda se impuso: ahora, así, escrito en minúsculas, como una declaración de humildad y urgencia.
Se alquiló una casa en la calle Adolfo de la Huerta, en el corazón de Juárez. Ahí, en un patio convertido en laboratorio fotográfico, Meraz revelaba imágenes mientras el equipo redactaba, editaba y, literalmente, salía a vocear el semanario por las calles.
“Éramos desde periodistas, reporteros, publicistas hasta voceadores… hacíamos de todo”, rememora. “Nos tocaba repartir por toda la ciudad; mi ruta era desde el centro hasta el Fovissste Chamizal, pasando por la colonia Hidalgo y la Córdoba Américas, de seis de la mañana a seis de la tarde. En el camino recogíamos las historias, quejas y denuncias de voz de la gente”.
Con un precio accesible de 300 de los viejos pesos, el Ahora no solo se vendía, se defendía en cada conversación. Catedráticos, universitarios y ciudadanos críticos sostenían con sus monedas un periodismo que no se doblegó ante el sistema.
III. La rebelión creativa | Diciembre de 1986






En la redacción había sátira, ingenio y denuncia. Rubén Lau Rojo (†) y Elías Montañez eran columnistas y editorialistas que afilaban sus textos como armas contra la hegemonía. Montañez dirigía la contraportada con su ácido “Aviso Clasificado”, donde se mofaba de la política local y mantenía viva su famosa columna Hilo Directo, muy leída en los años ochenta, que escribió primero para El Diario de Juárez y que, tras su salida, trasladó al semanario Ahora. Los cartones de Antonio Ramos (†), muchos ideados por Montañez, eran verdaderos puñales de tinta.
Pero no todo era sátira. El semanario sacó a la luz irregularidades municipales, fugas, picaderos, baches y, sobre todo, narcotráfico. Mientras otros callaban, el Ahora hablaba.
Y entre todas sus primicias, una sobresale.
IV. El Greñas y el tigre | Junio de 1988
Concebido como una maniobra política disfrazada de acción judicial, el arresto y enjuiciamiento de Gilberto Ontiveros Lucero, “El Greñas”, en 1986, se presentó como una prueba del compromiso oficial contra el narcotráfico. En pleno proceso electoral para elegir gobernador, alcaldes y diputados, la detención fue capitalizada por el PRI y por su candidato a la gubernatura Fernando Baeza Meléndez, como un triunfo del gobierno en la lucha contra las drogas.
La narrativa oficial era contundente: la ley iba en serio, incluso contra capos poderosos.
Pero tras el telón, la historia tenía otros matices. El Greñas permaneció preso en el Centro de Readaptación Social para Adultos de Ciudad Juárez (Cereso) mientras enfrentaba 27 cargos que iban desde narcotráfico hasta privación ilegal de la libertad. El caso se exhibió mediáticamente como un símbolo de mano dura, aunque en realidad funcionó como herramienta publicitaria en una elección crucial.
La permanencia de Ontiveros Lucero en el penal no estuvo exenta de leyendas. En 1988, comenzó a circular un rumor que encajaba a la perfección con su fama de personaje extravagante y peligroso: se decía que El Greñas tenía de mascota un tigre en su celda.
El murmullo creció de boca en boca, atravesó redacciones y llegó a oídos del Ahora. Luis Meraz, único fotógrafo del semanario, no esperó la bendición de ningún editor ni permiso oficial: tomó su cámara, se colgó el gafete y se plantó en el Cereso decidido a confirmar la historia.
Lo hicieron esperar en una antesala donde el silencio pesaba más que el aire, hasta que una voz rompió con la quietud. Desde el pasillo se oyó a un hombre renegar: “Cómo traga ese animal… 30 kilos de pollo diario”. Era el subdirector del penal, entrando a su oficina sin saber que acababa de darle a un periodista la pista más jugosa del día.
Meraz entendió todo: ya no estaba en la cárcel, se lo había llevado el subdirector. El tigre era real.
Horas después, Luis Meraz logró dar con el director del Cereso, un hombre llamado Jesús Carbajal Casas.
Cuando le explicó que buscaba fotografiar a El Greñas, el funcionario se cerró en seco: no habría acceso.
Meraz, plantado frente a él, no bajó la mirada. Con la seguridad de quien persigue la verdad, lo retó:
—¿No es usted el director? Entonces déjeme pasar. Soy fotógrafo y traigo una orden de trabajo.
El silencio se hizo más pesado que los barrotes. Carbajal mantuvo la negativa. Meraz insistió con un golpe de astucia:
—Es más… que el mismo Ontiveros me lo diga en persona. Si él me dice que no, me voy.
Esa última frase pareció destrabar la puerta. El director cedió. Minutos después, Meraz caminaba rumbo al “área de los narcos”, escoltado por el mismo director del penal.
Lo que vio lo desconcertó: “No parecía cárcel, eran departamentos”, recuerda. Golpearon la puerta de una de esas habitaciones.
—¿Está el señor Ontiveros? —preguntó el director a un ayudante que salió a recibirlos.
Apareció entonces un hombre alto, con el cabello aún mojado. Lo miró de arriba abajo y, con tono burlón, soltó:
—¿Esta cosa es el reportero?
—No soy cosa —replicó Meraz—. Soy fotógrafo.
El director se quedó en la entrada, tembloroso. Meraz entró solo. En el silencio, El Greñas lo miró con una media sonrisa y preguntó:
—¿No tienes miedo?
—No. ¿Por qué? —respondió el fotógrafo—. Usted también es un ser humano, como yo.
—Nomás porque estás chavo te voy a dejar pasar—, le replicó el narcotraficante.
Luis Meraz tenía 25 años y recién se había graduado de la carrera de Ciencias de la Comunicación, que por un periodo se impartió en la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez (UACJ).
Recuerda que la “celda” estaba compuesta por dos habitaciones, en la primera había una cocineta, una mesa de vidrio con cuatro sillas y un refrigerador, mientras que en la otra se encontraba una cama matrimonial con burós, una televisión con videocasetera, un estéreo con bocinas grandes y varios cuadros de felinos colgados en la pared; un lujo que indignaba y fascinaba al mismo tiempo.
—Mira, ahí está el tigre del que tanto hablan—, dijo El Greñas, señalando un peluche sobre la cama.
Pero no era el final. El Greñas, respaldado por el poder que le otorgaba el miedo ajeno, decidió llevarlo a dar un recorrido por el penal, orgulloso de mostrar las obras que —según él— había mandado construir allí dentro.
Avanzaban por los túneles de malla ciclónica del Cereso, un pasillo gris donde el eco de los pasos parecía subrayar el silencio. El director caminaba siempre un paso detrás, sin decir palabra. El capo, en cambio, señalaba con gesto triunfal distintos puntos del lugar:
—Esa cancha de básquetbol la mandé hacer yo, esa cancha de fútbol la mandé hacer yo. Esa barda también.
El Greñas además ordenaba cuando veía a algunos presos en bola:
—Quítame a esos malandros—, le decía al director del penal.
A cada paso, más que un interno, parecía un patrón. En los pasillos, los presos lo detenían con súplicas casi escolares:
—Señor Ontiveros, ¿nos puede regalar un balón de fútbol?, ¿uno de básquetbol?
Él no dudaba: respondía con un gesto, una orden silenciosa con la mirada a sus ayudantes o un seco “sí, consíguelo”.
Meraz, cámara al cuello, miraba la escena atónito: era como si el penal entero se moviera al ritmo de un capo caritativo, el narco que mandaba incluso tras las rejas.
Luis volvió al semanario Ahora con el corazón en llamas. Había estado frente a El Greñas, había logrado entrar a su celda, había documentado con su lente las comodidades de un narcotraficante convertido en virrey carcelario.
Sacó los negativos, los reveló en su improvisado laboratorio pegado a la oficina de Elías Montañez. Cuando las imágenes salieron, los compañeros se arremolinaron. Pero al ver que todas eran en blanco y negro, alguien soltó el grito que se convirtió en regaño y carcajada al mismo tiempo:
—¡Madres! ¡Es la portada! ¿Cómo que no tomaste color?
Luis tragó saliva. Tenía el oro entre las manos, pero le faltaba el brillo.
V. La foto que quemó redacciones
Al día siguiente, Meraz volvió al Cereso. Mintió a los custodios, sobornó con lo poco que tenía. “Vengo con El Greñas, ayer tomé fotos en blanco y negro y las necesitamos en color”.
Después de varias idas y vueltas, apareció el capo.
—¡Como chingas! — dijo. Lo dejó entrar, pero con una condición: una foto con su hija, mientras él tocaba la guitarra.
Meraz disparó su cámara.
Con los nervios hechos nudo, Luis encerró su ansiedad en el cuarto oscuro. Tenía entre manos las seis transparencias en color, un puñado de imágenes que podían hacer historia o evaporarse por un error técnico.
Cada segundo bajo la luz roja se volvía una eternidad. Sostenía el carrete como quien carga una verdad a punto de nacer.
Cuando por fin las sacó y vio que no se habían quemado, que las imágenes estaban ahí, intactas, casi le temblaron las piernas.
Corrió a mostrarlas. La redacción estalló en júbilo:
—¡Tenemos la foto de portada!

Y en ese instante, el Ahora volvía a hacer historia.
El número 77 del semanario, del 3 al 10 de junio de 1988, llevaba por título: “El Greñas y la torpeza judicial: No pudieron con él”.
La publicación cimbró a la prensa local. En El Diario hubo gritos: “¿Cómo es posible que tengamos ocho fotógrafos y a ninguno se le ocurrió ir al Cereso?”.
Meraz y el Ahora habían vuelto a ganar la primicia.
VI. El principio del fin | Diciembre de 1989
El semanario duró apenas tres años. El peso de la calle, las ventas, el trabajo no remunerado adecuadamente, fue venciendo al equipo. Algunos no soportaron el esfuerzo, otros se cansaron de no ganar más.


El Ahora se despidió en la última semana de 1989, entre el 22 y el 29 de diciembre, firmado con el Año IV, número 158. El precio ya marcaba mil de los viejos pesos y su portada mezclaba dos mundos: una nota y foto internacional bajo el encabezado “Panamá, en las garras del imperio” y, en paralelo, una local con sello fronterizo: “Baeza y el transporte capitalino: otra vez ganan los camioneros”. En lo alto, un cintillo recordaba a los lectores que era su tercer aniversario.
La contraportada cerraba con una imagen que parecía un guiño irónico al propio espíritu del semanario: un árbol de Navidad de plástico, adornado con esferas rojas, custodiaba una modesta despensa —un litro de leche, huevos, frijoles y papas— acompañada del mensaje:
La Asociación de Escritores y Avisos Clasificados A.C. desea a todos sus lectores, clientes y amigos una feliz Navidad y próspero año nuevo y hace votos por que el futuro nos brinde más y mejores chacoteos, que son de las pocas cosas que todavía le dejan hacer a uno en esta chulada de país.
Era la última carcajada impresa de una publicación que nunca dejó de burlarse del sistema, incluso en su despedida.

Luis Meraz fue el último en cerrar la puerta del semanario Ahora. Al girar el picaporte, sintió un nudo en la garganta: la tristeza de ver terminado un proyecto que había sido su vida durante años, mezclada con el alivio de soltar un peso enorme que lo había acompañado en cada jornada interminable.
Apenas se cerró la puerta, llovieron ofertas de trabajo: todos querían aprovechar esa dualidad que él había cultivado, la de reportero y publicista a la vez, el ojo que veía y la palabra que contaba. Pero Meraz eligió otra ruta: detenerse, tomar un respiro, recuperar su tiempo.
Años después, cuando el mundo volvió a necesitar su mirada, regresó a los medios también como fotoperiodista, llevando consigo la memoria de aquel semanario que se reveló contra el régimen y marcó su historia para siempre.
Pero la herencia permanece. El Ahora fue el punto de quiebre entre un periodismo cómodo y uno comprometido. Fue la respuesta ética a una prensa vendida. Fue la casa de los valientes que, sin recursos, se enfrentaron al poder político y criminal.
Y fue, también, el escenario de la fotografía más escandalosa de los ochenta: un capo con lujos de rey, un tigre de peluche y una guitarra, mientras la justicia temblaba frente al narcotráfico.
La historia del semanario Ahora no es solo una crónica de periodistas rebeldes, es un testimonio del precio de la dignidad en tiempos de silencio, es la historia de quienes eligieron el camino más difícil: el de informar con la verdad. No ganaron millones, no salieron en televisión, pero lograron lo que muy pocos: incomodar al gobierno y dejar constancia de que otra prensa era posible. Porque hay días en que el periodismo tiene que decidir entre callar… o decirlo Ahora.

Desde su primera edición hasta la número 158, el semanario Ahora se conserva junto con otras publicaciones periódicas del estado en formato impreso, resguardadas en el área de Colecciones Especiales de la Biblioteca Central de la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez, un espacio que respira historia y cultura. Allí reposan las bibliotecas de grandes escritores e investigadores como Carlos Montemayor, Guillermo Rousset Banda, José Fuentes Mares y Rubén Lau Rojo —exrector de la UACJ y colaborador del Ahora—, junto a muchos otros personajes que dejaron huella en la memoria cultural de la región.
Entre los tesoros del lugar también se encuentran fondos documentales de gran valor, destacando el archivo histórico de Carlos Montemayor y una colección de postales antiguas que parecen susurrar historias de otro tiempo. Al frente de este santuario de papel y tinta se encuentra el Mtro. José Vargas, acompañado por el Lic. Misael Ortega, quienes nos abrieron generosamente las puertas y nos permitieron sumergirnos en las páginas del Ahora, descubriendo la fuerza y el legado de un semanario que escribió su historia contra corriente.

Material gráfico: Luis Meraz y Gustavo Cabullo Madrid