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La cárcel de los que no corren: la trampa legal que encarcela a los rarámuri

Sin abogados que hablen su idioma y comprendan su cosmovisión, en el estado de Chihuahua los grupos indígenas son procesados bajo la ley chabochi (mestiza) sin la posibilidad de una defensa adecuada. Para agilizar los casos, los defensores de oficio les ofrecen procedimientos abreviados que implican aceptar la culpabilidad sin un juicio justo ni oral.

GUACHOCHI, CHIH., MX., DICIEMBRE, 2024 (servisible.mx). – 


—¿Por qué no huiste?

El hombre rarámuri mira con extrañeza.

—¿A dónde iba a ir? Aquí vivo.

Él no entiende la pregunta. No comprende por qué alguien intentaría escapar si no ha hecho nada malo. Mató a un hombre en una riña, sí, pero fue en defensa propia. En su comunidad, eso se resolvería con acuerdos, no con cárcel.

Días después, la radio comunitaria XETAR transmitió un mensaje:

—Estamos buscando a Juan Domínguez. Por favor, repórtese en Guachochi, en la Agencia del Ministerio público.

Y Juan caminó hasta allá. Pensó que todo se aclararía. Pero en el sistema de justicia de los chabochis —mestizos en lengua rarámuri—, la verdad no basta.

La “etnocárcel” de Chihuahua

En 2014, en Guachochi —el corazón agreste de la Sierra Tarahumara—, el Centro de Reinserción Social No. 8 recibió un nuevo destino: convertirse en el primer penal del país exclusivo para personas rarámuri, el pueblo originario más numeroso de Chihuahua. Aunque el centro ya operaba desde años atrás, fue en ese momento cuando se tomó la decisión de destinarlo únicamente a población indígena.

Nacía en respuesta a una queja recurrente, los integrantes de grupos étnicos eran trasladados a penales lejanos, donde no solo quedaban incomunicados por la barrera del idioma, sino que eran vulnerables al abuso de otros internos e incluso de células delictivas.

Impulsado por el entonces gobernador César Duarte Jáquez, este penal fue presentado como una medida de justicia cultural: un espacio donde las personas privadas de la libertad pudieran comunicarse en su lengua originaria, practicar su cosmovisión y ser tratadas con respeto a sus costumbres.

El maestro Mario Pérez, primer director del Cereso No. 8 y actual titular del Cereso No. 5 de Nuevo Casas Grandes, recuerda aquella etapa como un intento pionero por humanizar el sistema penitenciario para los pueblos originarios.

“Fue una etapa interesante. El penal reabrió con la intención de atender exclusivamente a la población rarámuri de la región. Sin embargo, con el tiempo se fueron sumando otros indígenas que preferían estar en un lugar donde se hablara su lengua y se respetaran sus costumbres”.

Diseñado para albergar hasta 320 personas, durante su gestión el penal mantenía una población de alrededor de 195 internos, de los cuales cerca del 85% eran rarámuri. La carpintería era una de las principales actividades productivas y muchos de los objetos fabricados eran vendidos por sus familias al exterior.

“Eran personas nobles y trabajadoras —afirma Pérez—, comprometidas con ayudar a sus seres queridos, incluso desde el encierro”.

Sin embargo, con el paso de los años, una omisión estructural fue debilitando la promesa de justicia cultural: la falta de representación legal adecuada.

En lugar de contar con defensores que hablen sus lenguas o comprendan su cosmovisión, los internos indígenas son procesados bajo la lógica del sistema legal mestizo, sin comprender los cargos que enfrentan.

Ante la necesidad de desahogar expedientes, los defensores de oficio comenzaron a recurrir al procedimiento abreviado, un mecanismo que permite cerrar procesos de forma más ágil, siempre y cuando el acusado se declare culpable.

La lógica es sencilla: el imputado admite su responsabilidad, a cambio de una reducción de hasta el 30% de su condena. No hay juicio, no hay análisis de pruebas. Para las autoridades, es un sistema eficiente; para quienes no comprenden plenamente sus derechos, es una sentencia sin defensa.

La dinámica empezó a repetirse: tras conocer la propuesta de sus defensores de oficio —quienes solían desaparecer durante semanas—, los internos se dejaban llevar por los rumores que circulaban entre las celdas:

—Si te vas a juicio, te pueden dar 25 años—.

Demasiado para alguien que ya carga con el miedo, la confusión y la espera interminable.

Después de meses de incertidumbre, cuando el abogado por fin regresa con la oferta, el acusado, agotado, cede. Firma.

Lo que ignora es que, al hacerlo, renuncia a cualquier posibilidad de probar su inocencia.

“Esta fórmula, promovida como vía ágil, se ha convertido en una trampa silenciosa para quienes no entienden el idioma del tribunal ni las consecuencias de su decisión”, advierte Carlos Murillo Martínez, investigador y catedrático de la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez (UACJ), quien ha estudiado a fondo los procesos penales en este reclusorio.

Hasta hoy, en Guachochi esta práctica se ha convertido en la norma. La mayoría de los casos se resuelven mediante procedimiento abreviado, sin juicio oral, sin una defensa efectiva y sin una traducción cultural ni lingüística adecuada para los acusados.

Así, tras una década de funcionamiento, el Cereso No. 8 de Guachochi, concebido para proteger, termina reproduciendo —con rostro institucional— las mismas injusticias que buscaba evitar.

La justicia que no entendió a Cristóbal

Cristóbal Martínez Pérez, indígena rarámuri de 32 años originario de Santa Anita, municipio de Guachochi, fue condenado a ocho años de prisión por homicidio. En su relato, explica que mató a un hombre mestizo que describe como “mañoso” porque constantemente le robaba comida, chivas y vacas. La situación se tornó violenta cuando el agresor irrumpió en su casa en la madrugada, golpeó a su padre e intentó ahorcar a su hermana. En defensa de su familia, Cristóbal usó un rifle calibre .22 y terminó matándolo.

Lo más grave de su caso es que él mismo se entregó a las autoridades y explicó que actuó en defensa propia. Sin embargo, al ser interrogado por el ministerio público, no tuvo acceso a una defensa adecuada ni a una traducción que le permitiera entender sus derechos.

Aparentemente, le hicieron creer que, al aceptar su responsabilidad en un juicio abreviado, su condena sería menor. Pero el proceso no fue transparente: Cristóbal parece no comprender completamente cómo llegó a recibir una sentencia de ocho años, lo que revela la falta de apoyo legal y la vulnerabilidad de los indígenas en el sistema judicial.

Otro hecho que agrava la situación es que el hombre al que mató también había incendiado su casa, dejándolo en la total indefensión. A pesar de ello, no hubo una investigación exhaustiva sobre los antecedentes del agresor ni de las condiciones en las que ocurrió el homicidio.

Con previa autorización, publicamos su testimonio sin cortes:

Después de cinco años en prisión, Cristóbal menciona que está cerca de obtener su preliberación.

Como él, decenas de rarámuri enfrentan cargos por homicidios en circunstancias atenuantes: defensa propia, accidentes, riñas durante tesgüinadas, etcétera. En un juicio, esas circunstancias habrían podido reducir la pena o incluso exonerarlos. Pero el procedimiento abreviado es una vía rápida que ignora matices, desestima Carlos Murillo Martínez.

“No lo conozco pues” | Rawtelio, el rarámuri que no entiende por qué está preso

Rawtelio Chaparro Prieto habla con voz pausada. Tiene 61 años y ocho meses, según sus propias cuentas. Ha pasado los últimos años encerrado por un delito que, asegura, no cometió.

—¿Ya tiene sentencia?

—¿Yo?, ya —responde sin dudar.

Le dijeron que lo condenarían a cuatro años, pero él nunca entendió bien si esa fue la sentencia final. “Ya no supe”, dice, encogiendo los hombros.

Lo detuvieron, según recuerda, en 2010. El cargo: violación. Él niega todo. No solo niega el acto, sino que ni siquiera conocía a la persona que lo acusó.

—Yo declaré que no es cierto, que no lo conozco. Y ni lo conocí tampoco—, sostiene.

No tiene claro si la presunta víctima era un menor. Solo recuerda que era “de allá, de muy allá, de Norogachi, para allá”.

Desde su celda, la memoria de los días se desdibuja. No recuerda si le ofrecieron un juicio abreviado. Reitera que nunca entendió los detalles legales del proceso, ni lo que firmaba o no.

—No, pues yo ni sé, yo no supe nada, qué, cómo estuvo, ¿qué me dieron?—, cuenta.

Cuando se le pregunta si se declaró culpable, contesta claro:

—No lo conozco pues… Yo no lo hice.

Rawtelio señala el nombre de quien lo presionó para firmar un papel: el licenciado Teófilo Guzmán Letrán.

—Así me dijo, que firmara el papel, que no era cierto. ‘No le hace que no sea cierto —dijo—, así fírmelo, al cabo es poquito, son cuatro años’.

Él se negó. Le pareció absurdo aceptar un delito que no cometió.

—No, pues cómo voy a firmar papel, cosa que no es cierto—, le respondió al abogado. —¿A poco iba yo a firmar nomás porque me digan que sí fui culpable? ¿Cómo voy a firmar? Que no es cierto. ¿A poco me voy a andar matando solo? No, yo creo que no—.

Frente al juez repitió su defensa con la misma sencillez con la que habla:

—Yo ni lo conocía… Yo ni lo conozco y no lo hice tampoco—.

Durante el juicio, dice que no hubo testigos en su contra. Por el contrario, él presentó a su familia como testigos de que, el día del supuesto delito, estaba en su casa. “Mi gente sabe muy bien que no fue cierto”, afirma.

Así, con frases sencillas, Rawtelio resume la confusión, la incomprensión del proceso legal y la desesperanza de quien se dice inocente, pero no corrió con la suerte —ni con el idioma, ni con la defensa— de demostrarlo.

Con previa autorización, publicamos su testimonio sin cortes:

Sólo el 2%, pero con siglos de historia

De acuerdo con estimaciones del Censo de Población y Vivienda 2020 y del Instituto Nacional de los Pueblos Indígenas (INPI), en el estado de Chihuahua se registraron 112,810 personas que se reconocen como pertenecientes a un pueblo indígena; de ellas, 86,033 son de la etnia rarámuri, frente a un total de 3,996,504 habitantes en todo el estado.

Esto significa que las personas que se reconocen como indígenas representan aproximadamente el 2.82% de la población estatal y el pueblo rarámuri por sí solo constituye cerca del 2.15%.

Por eso resulta fundamental que el sistema de justicia contemple las particularidades culturales y lingüísticas de estos pueblos y de ahí la relevancia del Centro de Reinserción Social No. 8, considera la diputada local Edith Palma Ontiveros, primera mujer rarámuri en ocupar un curul en el Congreso del Estado de Chihuahua.

La prisión tranquila, donde la desigualdad sigue encerrada

Desde el 17 de junio de 2024, Guillermo Segura (tercero de izq. a der.) asumió la dirección de este reclusorio. Foto: Cortesía

Actualmente, el Cereso #8 funciona con un equipo reducido: 14 personas en el área administrativa y 18 elementos encargados de la seguridad y custodia, menciona Segura.

Bajo su resguardo se encuentran 198 personas privadas de la libertad, cuya composición, dice, deja claro el perfil al que fue destinado el reclusorio: el 85% de los internos son rarámuri, provenientes de la Alta y Baja Tarahumara; el 7.5% corresponde a integrantes del pueblo tepehuán —14 personas—, y el 7.5% restante, también 14, son mestizos.

El funcionario coincide en un diagnóstico compartido por quienes conocen de cerca esta prisión: los delitos que más se repiten son violación y homicidio, crímenes que, en la mayoría de los casos, ocurren durante riñas, desacuerdos o bajo los efectos del tesgüino, la tradicional bebida fermentada de maíz que forma parte de la vida ceremonial rarámuri.

“No son integrantes de grupos criminales ni generadores de violencia; se trata de personas tranquilas, respetuosas del reglamento y conscientes de la falta que cometieron”, subraya el director.

Además, comparte que oficios empíricos se han sumado a las tareas que realizan para atenuar los largos días de encierro.

“También contamos con el apoyo del Instituto de Capacitación para el Trabajo del Estado de Chihuahua (ICATECH), que imparte cursos de electricidad, primeros auxilios, repostería y corte de cabello. Además, se les brinda apoyo educativo para alfabetización, primaria, secundaria y preparatoria”, refiere.

—En cuanto al proceso judicial, ¿cuántos están bajo procedimiento abreviado?—, se le aborda.

“No tengo el porcentaje exacto, pero no es el 100%, como algunos aseguran. Hay de todo. El procedimiento abreviado se da cuando la persona acepta su responsabilidad y se llega a una negociación con la Fiscalía. Aquí, los internos no buscan pretextos; si cometieron una falta, lo aceptan. No defienden lo indefendible”.

—¿Cómo garantizan la representación legal indígena, especialmente en su idioma?

“En el distrito judicial al que pertenecemos, Andrés del Río, todas las audiencias cuentan con la presencia de una intérprete certificada: la licenciada María Regina Espino. Ella también colabora con la oficina local de la Comisión Estatal de los Derechos Humanos. Además, al interior del Cereso tenemos una persona privada de la libertad que funge como intérprete para asuntos cotidianos”.

—¿Considera que es suficiente esa representación para cerca de 200 reos?

“Todos los internos reciben atención jurídica. Los defensores de oficio están asistidos por la intérprete. Cuando los internos tienen alguna necesidad, ya sea legal o médica, presentan una papeleta. Nosotros le damos seguimiento y canalización. También mantenemos comunicación con sus familias a través del área de Trabajo Social y una radiodifusora local (XETAR). Aunque nada sobra, considero que la atención es adecuada”.

Regina Espino es originaria de Norogachi, municipio de Guachochi. Actualmente, se desempeña como traductora-intérprete en la Secretaría de Seguridad Pública del Estado, adscrita al área de Derechos Humanos.

Su testimonio ofrece una mirada distinta y contrastante a la del director del Cereso No. 8, Guillermo Segura. Mientras él afirma que el penal garantiza intérpretes para los rarámuri durante sus procesos judiciales, Espino es clara en delimitar el alcance de su labor: su trabajo, dice, consiste únicamente en brindar atención, orientación y acompañamiento dentro del centro penitenciario, pero no en asistirlos durante sus audiencias ni en el desarrollo legal de sus casos.

“Mi función es visitar cárceles donde se encuentran personas indígenas privadas de la libertad, principalmente rarámuri y brindarles atención, orientación, acompañamiento… y sobre todo, hacerles saber los derechos que tienen estando ahí adentro. Muchas veces ellos no conocen el idioma español y eso los pone en desventaja. Por eso es muy importante que sepan que tienen derecho a un traductor en cada proceso que se les realice: ya sea legal, médico o administrativo”, explica.

Regina insiste en que hablar la lengua rarámuri no es sólo un medio de comunicación, sino un acto de justicia: un puente hacia la dignidad para personas que, de otro modo, quedarían completamente invisibles dentro del sistema penitenciario.

Cuando se le insiste en si acompaña a los internos durante sus procesos judiciales, responde tajante:

“No. Mi trabajo está orientado única y exclusivamente a visitarlos, a hacerlos sentir que no están solos. Me ha tocado ver cómo cambia el rostro de una persona cuando se le habla en su idioma. Es como si por fin alguien los estuviera viendo”.

La conversación se torna más profunda al abordar la necesidad urgente de que los rarámuri tengan representación legal adecuada. Entonces, su voz cobra un matiz de compromiso:

“Es que no se trata sólo de hablar rarámuri… se trata de entender desde dónde vienen, lo que sienten, lo que enfrentan estando tan lejos de sus comunidades y sin poder explicarse. Yo quiero que cada persona indígena que esté en un Cereso sepa que no está sola. Que su idioma vale, que su cultura cuenta y que el respeto a sus derechos también debe vivirse en el interior de las prisiones”.

Ante la inquietud de —¿por qué actualmente hay mestizos en un penal que fue concebido para población indígena?—, recurrimos de nuevo a Guillermo Segura:

“Aunque el centro fue pensado para atender a indígenas, con el tiempo algunos mestizos han sido recluidos aquí por arraigo territorial, porque pertenecen a estas tierras, al igual que los demás”.

Jesús Lionel Rascón es originario del ejido Conquista Agraria, Guerrero, Chih. Él fue acusado de violación. Según la sentencia, debía cumplir una pena de 11 meses, pero ya han pasado tres años desde su ingreso.

“Que me den lo que me tengan que dar” | Jesús Lionel, sin salida

—¿Está condenado o aún en proceso? —se le pregunta.

—Condenado —responde.

—¿Cuánto tiempo lleva en prisión?

—Tres años.

—¿Y de qué lo acusan?

—De violación.

—¿Se declaró culpable?

—Sí… pero no tenía motivo.

—¿Lo hizo? ¿Es culpable?

—No, no lo hice. Le hicieron estudios a la muchacha y salieron limpios.

Jesús dice que aceptó la culpa no porque fuera culpable, sino porque sintió que no había salida. No entiende del todo el procedimiento legal que enfrentó, pero finalmente dijo: “que me den lo que me tengan que dar”. Lo que describe es, en realidad, un procedimiento abreviado.

En su caso, nadie le explicó con claridad en qué consistía. Tampoco sintió que tuviera opciones. Y las amenazas no eran solo legales.

Cuenta que la mujer que lo denunció estuvo a punto de retirar los cargos, pero fue presionada.

—El ministerio público la asustó. Le dijeron que si retiraba la denuncia, a ella la iban a meter al bote (prisión).

Jesús también habla de amenazas directas a su familia.

—Cuando la muchacha fue a Chihuahua para que le hicieran los estudios, llegaron unos hombres y amenazaron a mi familia.

—¿Quiénes eran?

—Gente que trabajaba en La Junta… para (el grupo delictivo) “La Línea”. Fueron a la casa y los amenazaron. Por eso ya mejor dije que me dieran lo que fuera.

Voluntariamente se presentó en la comandancia de Guerrero, sin saber que no volvería a salir.

Sobre su defensora de oficio, recuerda haber hablado con ella:

—Le conté cómo estaba todo, que yo no era culpable, que estaba amenazado. Pero ella sabe cómo son las cosas aquí.

Según él, le advirtieron que podrían condenarlo a 20 años. Aceptó un trato: entre once meses y cinco años.

—Eso fue en Guerrero, ahí mismo me lo ofreció el juez —dice.

Pero la promesa de 11 meses ya se convirtió en tres años y sigue preso.

La verdad jurídica de los que no entienden

¿Qué hay detrás de “que me den lo que me tengan que dar” o de que un indígena asienta o diga que sí, sin entender lo que ocurre durante el proceso penal?

El catedrático e investigador de la UACJ, Carlos Murillo, dice tener la respuesta:

“En materia penal, cuando se dicta una sentencia, ésta se convierte en lo que llamamos una verdad jurídica. Es decir, es la versión de los hechos que el sistema judicial reconoce oficialmente como cierta. En los procedimientos abreviados, esa verdad jurídica se basa en la aceptación de culpabilidad por parte del imputado, no en un juicio donde se analicen a fondo las pruebas”.

Y agrega: “Muchas veces, personas indígenas o en situación de vulnerabilidad aceptan esta vía —afirmar con la cabeza, decir que sí o simplemente expresar resignación como ‘que me den lo que me tengan que dar’— sin entender realmente las implicaciones legales. Lo grave es que, una vez aceptado el procedimiento abreviado, esa verdad jurídica queda firme y ya no puede modificarse, aunque haya sido producto de una mala asesoría o de una comprensión deficiente del proceso”.

Justicia a la medida de los chabochis

Algunos abogados entrevistados para este reportaje tienen la percepción de que en estados como Oaxaca, la presencia de defensores indígenas es cada vez más visible.

Para confirmarlo y conocer su punto de vista, se consultó al abogado mixteco Constantino Hernández López, quien afirma que en Oaxaca, aunque aún hay mucho por hacer, existen importantes avances en la defensa jurídica de los pueblos originarios.

Expone que en Chihuahua el problema va más allá del uso del procedimiento abreviado: se inserta en un contexto legal excluyente y en la carencia de profesionistas capaces de comprender y representar la cosmovisión indígena.

“La carencia de un marco jurídico que reconozca, respete las particularidades culturales de estas comunidades y entienda el universo simbólico de quienes comparecen, limita su acceso a una justicia efectiva. En lugar de inclusión real, hay una simulación de protección a los derechos indígenas”, refiere.

Irma Juana Chávez Cruz, con una larga trayectoria en la formación de intérpretes y defensores desde el Instituto Agustín Palacios Escudero, secunda esa afirmación con contundencia:

“Aquí nos falta mucha sensibilidad y conocimiento sobre los derechos de los pueblos indígenas. Nuestras autoridades no han garantizado esa representación legal en las cárceles ni en otros espacios donde se trabaje directamente con estas comunidades”.

En ese vacío legal y humano, el rarámuri enfrenta el sistema judicial chabochi —el del mestizo, el del que manda— intentando negociar a su manera, como se ha hecho por generaciones:

—Déjeme trabajar y ayudar a la familia de la víctima para compensar el daño.

La respuesta, sin embargo, es fría y categórica:

—No. La reparación del daño es cárcel.

Ese choque entre dos mundos jurídicos es brutal, considera Rosa Candelaria Moreno, la primera mujer rarámuri egresada de Derecho por la Universidad Autónoma de Chihuahua (UACH).

Para Rosa Moreno, el sistema de justicia del Estado contradice la lógica comunitaria rarámuri. En los pueblos indígenas, incluso ante un homicidio, lo que se busca no es el encierro, sino la compensación directa y el restablecimiento del equilibrio.

—¿Qué hace el gobernador rarámuri, por ejemplo, en caso de un homicidio?

“En nuestras comunidades, la justicia es restaurativa. Se busca reparar el daño, no castigar por castigar. La compensación económica es común, pero siempre se acuerda entre las partes, dentro del marco cultural de la comunidad”, explica.

Para los rarámuri, sacar al responsable del entorno y encerrarlo en un Cereso —es decir, aplicarle la ley mestiza o “chabochi”— rompe con esa lógica de reconciliación.

“Llevarlo lejos, a una prisión estatal, no tiene sentido. No ayuda ni a la víctima ni a los ofendidos. Allá no repara nada, solo lo apartan y en muchos casos hasta lo protegen”, afirma.

Pero la crítica va más allá del plano legal: en la cosmovisión rarámuri, la cárcel es vista como un espacio improductivo y degradante. Rosa recuerda cómo se le percibía en su comunidad, Pahuichique, Guachochi.

“Cuando yo vivía más en la comunidad, la gente decía que los que iban a la cárcel eran como marranos encerrados en un corral, solo esperando a engordar. Así lo ven: están ahí, sin hacer nada, alimentados, sin trabajar, como si estuvieran en engorda”.

Hoy, ese concepto ha evolucionado y se expresa con otra palabra que tampoco tiene traducción exacta al español, pero que Rosa intenta explicar:

“Ahora se dice que están ‘becados’. La gente dice: ‘les gusta la beca’, porque allá adentro no hacen nada. Están comiendo sin trabajar, sin reparar el daño. Eso no es justicia. Eso es mantenerlos, no responsabilizarlos”.

La diferencia es profunda. En las comunidades se espera que quien causa un daño permanezca y lo repare activamente.

—¿Entonces, si alguien comete un homicidio, se espera que repare el daño dentro de la comunidad?—, se le insiste.

“Sí. La gente dice: ¿para qué llevarlo a la cárcel si allá no se gana nada? Aquí, en cambio, se puede vigilar y obligarlo a compensar lo que hizo. Tenerlo preso allá es como apoyarlo, no castigarlo”.

Esa lógica también explica el silencio: muchos rarámuri prefieren no denunciar.

“Hay personas que saben quién cometió un delito, incluso lo han visto, pero no denuncian. Ni en lo penal ni en otros ámbitos. Porque saben que, si lo meten a la cárcel, no va a reparar nada. Y porque tampoco confían en que allá lo entiendan o lo juzguen como aquí”.

Sin embargo, Mientras los rarámuri llenan las cárceles, el crimen organizado en la Sierra Tarahumara ha perfeccionado el arte de la impunidad.

El catedrático de la UACJ, Carlos Murillo Martínez lo dice con claridad: en la justicia chihuahuense, no todos los delitos se tratan igual. Especialmente cuando se trata de crímenes relacionados con el narcotráfico.

“Hay muchos delitos vinculados al narco —explica—: homicidios, saqueos, tala, lesiones, desapariciones… Sabemos que hay fosas clandestinas con cinco, 10 cuerpos. Sabemos que se cometieron esos asesinatos. Pero no hay ni un solo responsable detenido. No hay investigaciones reales. El caso simplemente se congela”.

Murillo describe esas escenas que se repiten en la Sierra Tarahumara: terrenos desolados donde aparecen cuerpos, fosas, restos calcinados. Lugares donde todos saben que opera el crimen organizado, pero donde la ley no entra, donde no hay justicia, sólo silencio.

“El ministerio público prefiere no tocar esos casos. Son demasiado complejos, demasiado peligrosos. Y entonces, las autoridades voltean hacia otro lado: hacia los indígenas”.

Y añade: “Cuando analizamos a quiénes sí se les lleva ante la justicia, vemos que los que terminan en la cárcel no son los responsables de masacres, ni los que usan armas largas o explosivos, ni los que mutilan cuerpos como mensajes del narco para marcar territorio. Esos casos, los crímenes atroces, rara vez se resuelven. En cambio, los que sí enfrentan “juicio”, condena y cárcel son los casos “fáciles”: los indígenas. Los rarámuri, tepehuanos, guarijíos… Ellos no tienen defensa. No tienen abogados que hablen su lengua. No tienen redes de poder. No tienen a nadie”.

En palabras del abogado, la cárcel se ha convertido en un filtro de clase y de origen.

“El sistema encuentra más sencillo condenar a un indígena sin juicio justo que enfrentarse a un sicario del narco”, resume Murillo.

El contraste es evidente: en la Sierra, la justicia es exprés para unos e inexistente para otros.

Irma Juana Chávez Cruz lo matiza en un ejemplo, ocurrido hace tres años en Rejogochi, Guachochi, donde un hombre asesinó a su vecino y que refleja cómo la falta de representación legal indígena puede inclinar la balanza de la justicia.

“La familia de la víctima no tuvo quien la acompañara durante el juicio. La esposa del fallecido no sabía leer ni comprender el español, pero le hicieron firmar un documento sin explicarle. En cambio, el agresor tenía familiares que hablaban español y podían interpretar lo que decían los abogados. Finalmente, lograron sacarlo de la cárcel, mientras que ella se quedó sola con sus tres hijos, uno de ellos un pequeñito de cinco años”. 

Con toga, pero sin tribuna: la lucha de los abogados rarámuri por ejercer justicia

Aunque hay indígenas egresados de la carrera de Derecho por la Universidad Autónoma de Chihuahua y de Ciudad Juárez, incluso con posgrados, su participación en los tribunales es insuficiente. La brecha cultural permanece abierta.

“La escasez de profesionales del derecho que comprendan el pensamiento indígena es un obstáculo crítico. Y esto no se limita a los defensores; también jueces y fiscales deberían estar capacitados para entender sus prácticas, sus creencias, su dinámica comunitaria. Sólo así podrían evitarse interpretaciones erróneas del contexto en que ocurrieron los hechos y lograrse decisiones judiciales realmente justas”, insiste Constantino Hernández López, abogado mixteco.

Rosa Moreno, con una maestría en Derecho por la UACH, trabaja en el Supremo Tribunal de Justicia del Estado llevando casos y formando intérpretes, pero no puede acompañar a los indígenas en sus procesos, únicamente va cuando la llaman. 

—Usted es la primera mujer rarámuri en graduarse como abogada. Desde su experiencia, ¿los profesionistas rarámuri que estudian Derecho son tomados en cuenta en el ámbito legal para representar a sus comunidades? ¿O todavía enfrentan discriminación al buscar trabajo en juzgados, fiscalías o instituciones de justicia?

“De hecho sí. Yo creo que esa discriminación existe en todos lados, no solo en el ámbito jurídico o en el Poder Judicial. Hay muchas instituciones que todavía no aceptan del todo a las personas indígenas o simplemente no son bien recibidas. A pesar de que hoy se habla mucho sobre la inclusión y la no discriminación, en la práctica poco se hace. Se dan recomendaciones, sí, pero al final, entre tanta gente que no comprende nuestra realidad, no se logra gran cosa. Se sigue dando prioridad al chabochi, al foráneo… al que no es indígena”.

—¿Conoce a otros abogados rarámuri o de otras etnias aquí en Chihuahua?

“Sí, sí conozco a varias personas”.

—¿Y han compartido experiencias?, ¿se han sentado a platicar sobre estas dificultades?

“No mucho, la verdad. Es que siento que no compartimos la misma visión. Muchas de esas personas ya están más amestizadas o ya no hablan la lengua, aunque se identifican como indígenas. Entonces, en realidad no hay mucho punto de encuentro. Yo vengo de comunidad, hablo mi idioma, practico mi cultura, la llevo arraigada y eso hace que nuestras formas de ver las cosas choquen. Es difícil encontrar afinidad cuando uno sigue conectado a su raíz y el otro ya no tanto. Y eso es grave, porque también se refleja en cómo se defiende nuestra identidad”.

—¿Hacia qué rumbo va el Sistema de Justicia Penal con respecto a la inclusión de los indígenas?

“Pues yo creo que vamos a seguir igual, porque si no hay voluntad, ni del sistema ni de nosotros mismos como comunidad, las cosas no van a cambiar. Mientras sigamos dentro del sistema del Estado como está ahora, todo va a seguir igual. Esto solo va a cambiar cuando la propia gente se levante y participe. Porque una sola persona, por más que haga recomendaciones o diga qué se debería hacer, no puede hacerlo todo sola. Además, aunque hay muchas asociaciones, la mayoría no están formadas por personas de las comunidades; son otras personas las que están hablando por nosotros, no quienes realmente venimos de las comunidades”, concluye.

“La ley debe ser justa en la lengua del pueblo”

La diputada local Edith Palma Ontiveros, representante del partido Morena y primera mujer indígena rarámuri en ocupar una curul en el Congreso del Estado de Chihuahua, nos recibe en su oficina. Es originaria de Guachochi y llegó al cargo por representación proporcional, una figura que por primera vez incluyó a una persona indígena gracias a una resolución de la Sala Regional Guadalajara del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación.

En ella recae la esperanza de que las leyes cambien y reconozcan a los pueblos originarios para que cuenten con una representación jurídica digna y equitativa.

Esa convicción se nutre de su propia experiencia: antes de ocupar su curul, fue autoridad tradicional en Guachochi y, como parte de sus actividades, visitó la prisión donde, efectivamente, encontró puros casos de personas indígenas condenadas mediante procedimiento abreviado. 

“En el Día Internacional de las Lenguas Indígenas, con el permiso de Onorúame-Eyerúame (Dios rarámuri), nos permitieron ingresar al penal. Ahí hablé con personas originarias de comunidades que conozco bien. Sé de qué familia vienen y sé que lo que viven son injusticias. Muchos de ellos actuaron en defensa propia o de su familia y, sin embargo, se les juzgó como violentadores. No defiendo a nadie en particular, pero sí exijo que se les escuche y se les atienda en su lengua materna. La ley debe ser justa y ser entendida”.

La diputada hace una pausa y su mirada se endurece. Entonces subraya, con indignación, lo que considera un dato que ya no debería ser ignorado:

“En el estado de Chihuahua habemos casi 113 mil personas pertenecientes a un pueblo indígena; de ellas casi 90 mil somos rarámuri. ¿Cuánto debemos esperar entonces para que se nos tome en cuenta?”.

Frente a este panorama de exclusión y falta de justicia para los pueblos originarios, la diputada rarámuri decidió actuar desde el Congreso.

En su papel de legisladora, optó por impulsar una iniciativa para establecer un concurso de selección de intérpretes y traductores que dominen las lenguas de las personas privadas de la libertad y capacitarlos en términos jurídicos, para que comprendan y representen la cosmovisión de los pueblos originarios y así defender con dignidad a quienes hoy carecen de voz en el proceso penal

—¿En qué proceso va esta iniciativa en el Congreso?

“Estamos trabajando junto con el INPI (Instituto Nacional de los Pueblos Indígenas) y la Secretaría de Pueblos y Comunidades Indígenas. Ya pasamos un punto de acuerdo y ahora vamos por la modificación de algunos artículos para dar garantías jurídicas a los traductores e intérpretes. Queremos que estén capacitados y avalados legalmente. Ya obtuvimos mayoría de votos para continuar con el proceso, vamos por buen camino”.

—¿Cuánto tiempo estiman para concretarlo?

“Estamos contra el tiempo, necesitamos que se apruebe antes de que la Comisión nos diga: ‘se acabó el periodo’. Buscamos llevarlo a tribuna antes de los foros de consulta indígena que se realizarán en agosto y septiembre de 2025. Si las autoridades indígenas respaldan nuestra propuesta en esos foros, tendremos base legal y social para avanzar”.

En tanto, la diputada lanza un llamado:

“Yo le pediría a todas las autoridades involucradas que reabran los casos. Hay personas indígenas que no saben ni cuánto tiempo deben estar ahí ni por qué. Me gustaría que se les atienda, que se conozca su situación y que se les dé la posibilidad de defenderse correctamente. Nosotros representamos desde el Congreso, pero la verdad absoluta la tienen ellos. Hay que ir a los centros, hablar con ellos, escuchar sus historias”.

Pero mientras eso no ocurra, la justicia para ellos seguirá siendo una farsa.

La paradoja de la inocencia

Los rarámuri no corren cuando son acusados. No huyen.

En su mundo, el que actúa con justicia no tiene nada que temer.

Pero en el mundo de los chabochis, la justicia es una maquinaria, no un ideal.

Y los que no corren son los primeros en caer en ella.

Material gráfico y audiovisual: Rafael Hernández, Randy Anaya, Carlos Murillo, Gustavo Cabullo y Cortesía | Video: Edición Gustavo Cabullo Madrid. Un agradecimiento muy especial a las autoridades del Centro de Reinserción Social No. 8, quienes nos permitieron ingresar con nuestras cámaras y grabadoras para documentar estos valiosos testimonios.

Importante. –

Este reportaje, analizado en universidades estatales y nacionales, busca abrir un espacio de reflexión y diálogo sobre las deudas pendientes del sistema de justicia con los pueblos originarios. Si desea recibir el teaser (adelanto en video) en alta resolución, no dude en solicitarlo sin costo al correo: gustavocabullomadrid@gmail.com.