CIUDAD JUÁREZ, CHIH., MX., NOVIEMBRE, 2024 (servisible.mx). –
En Juárez, donde la violencia dejó de ser noticia para volverse rutina, una ciudad que ostentó récords nacionales de asesinatos en un solo día y fue declarada alguna vez “la más violenta del mundo”, una ex perito forense rompe el silencio y habla, bajo el anonimato, de lo que se fermenta detrás de las puertas de la morgue.
Durante casi 20 años, esta profesionista enfrentó lo innombrable:
Cadáveres desmembrados. Cuerpos que se inflan bajo el sol hasta estallar. Extremidades entregadas por error. Sangre podrida escurriendo por las baldosas. Médicos que experimentan con los muertos como si fueran muñecos de plástico. Cuerpos expuestos al aire libre, amparados en el pretexto de la ciencia. Todo dentro de un sistema que dejó de ver a los muertos como humanos y empezó a tratarlos como desechos sin valor. Un colapso forense que se refleja en los refrigeradores que fallan una y otra vez, convertidos en cámaras de tortura post mortem, donde cuerpos que entran frescos, en 48 horas ya hieden.
Recuerda, por ejemplo, el día en que una madre reconoció a su hijo… o lo intentó. Gritó: “me estás entregando un monstruo”, al ver lo que quedaba de él; hinchado, ennegrecido, irreconocible. Y lejos de pedirle silencio, el personal la alentó a denunciar, a hablar, a no permitir que eso volviera a repetirse… aunque sabían que volvería a pasar.
Por todo ello aceptó hablar, después de una larga insistencia. No por revancha ni por protagonismo, sino porque —dice— ya no podía seguir viendo cómo la verdad se pudría, lenta y en silencio, junto a los cuerpos apilados en los refrigeradores. Porque allí, en la morgue de Ciudad Juárez, la muerte no es el final del horror: es apenas su punto de partida.
Nos citamos en una fonda del centro de esta localidad. Pide un café negro, sin azúcar, que se enfría sin que lo note. La entrevista dura cerca de dos horas, en las que su voz, al principio firme y contenida, comienza a quebrarse. Se le humedecen los ojos, hace pausas largas, respira hondo. Poco a poco se suelta, reflexiona, dice lo que durante años calló.
Vocación por la muerte
Egresada como médico cirujano de la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez, desde estudiante se sintió atraída por lo que muchos evitan: la muerte. Le intrigaba saber de qué moría la gente, qué decía cada lesión, cuál era reciente, cuál antigua. Detrás de cada cuerpo veía una historia inconclusa, una última verdad.
Durante años creyó —como muchos en esta frontera— que para ser perito debía estudiar Criminología. Pero pronto descubrió que, en Chihuahua, bastaba tener una licenciatura en el área sobre la que se dictamina.
—Soy médico —dice con voz firme—. Tenía el conocimiento, la ética y el deber de hablar por los cuerpos que ya no podían hablar.
Recién egresada, entró al Servicio Médico Forense (Semefo). El Estado la capacitó, la certificó, la lanzó a las escenas del crimen. Pero, según ella, nada te prepara mejor que el infierno diario:
—La Fiscalía fue mi gran maestra. No hay curso que enseñe lo que te enseñan los muertos.
Comenzó investigando homicidios: causas, evolución, indicios. Luego pasó a medicina legal con víctimas vivas: mujeres violadas, niños golpeados, hombres torturados. Su trayectoria la llevó a convertirse en perito forense experta, aunque lo que verdaderamente la apasionaba era otra cosa: los cuerpos sin voz.
—Ese silencio me hablaba. Mi mejor herramienta siempre fue la observación. Una herida mal cerrada, un tatuaje, una uña rota… todo decía algo.
Y observaba como si su vida dependiera de ello. Manchas hemáticas, lesiones, ropa, arañazos, zapatos ausentes. Cada detalle podía ser la clave.
—Podía haber visto cien estrangulamientos, y sin embargo… cada muerte era única. Aquí no aplica el “siempre es así”. Porque nadie muere igual.
Por eso nunca se confió. Clasificaba muertes con precisión quirúrgica: causas naturales, factores externos, autolesiones. Y aunque hablaba con frialdad profesional, su voz se quebraba al tocar ciertos temas.
—Ese hilo tan delgado entre suicidio y homicidio… Hay quienes deciden morir, pero también hay quienes son llevados hasta ahí. Saberlo… cambia todo.
Cuando se le pregunta si ese profesionalismo venía de la universidad o de algo más profundo, responde sin titubeos:
—De tus principios. De tus valores. La universidad me dio las herramientas, pero esto también viene de tus creencias. De tu fe. Del temor a Dios. Del respeto a los demás, incluso cuando ya están muertos.
Su primer caso fue un atropellado. Antes de entrar al cuarto frío, uno de sus compañeros se metió en una bolsa mortuoria para espantarla. Una broma macabra, común entre quienes ven el horror todos los días.
Pero no se espantó. No se desmayó. No lloró.
—Fue algo natural. Como si mi cuerpo ya supiera lo que tenía que hacer.
Aunque aclara:
—Tenía sangre fría en el trabajo. Pero no soy frívola. Amo a los animales; si un gatito mío se me enferma, lloro. Pero en la morgue… ahí tenía que cumplir. Aunque fuera un niño. Aunque fuera un conocido.
Los ojos que leen la muerte
Un perito médico forense, explica, es mucho más que alguien que revisa cadáveres. Es quien escucha lo que el cuerpo ya no puede decir con palabras.
—Somos los ojos externos e internos del cuerpo. Nuestra labor es reconstruir una verdad que quedó interrumpida.
Identificar el cadáver, inspeccionarlo por fuera y por dentro, buscar lesiones, revisar las circunstancias y llegar a una causa real de muerte. Si fue natural o accidental, el proceso es directo. Pero si hay crimen, su trabajo se convierte en una pieza clave de justicia.
—No importa si fue delincuente o sacerdote. A nosotros nos toca encontrar la verdad. La justicia no debe preguntarse quién era, sino cómo murió.
El cuerpo, la escena, los indicios, todo debe coincidir. Si una pieza no encaja, el rompecabezas se cae. Y muchas veces, esa diferencia está en los detalles más mínimos, invisibles para cualquiera… excepto para ella.
—Un feminicidio es de los casos más complejos. No por la sangre, sino por lo que no se ve. El cuerpo llega sin ropa, sin golpes visibles.
Hay que buscar en lo microscópico: rastros de ADN, señales sutiles de agresión.
Porque muchas veces —dice— el asesino es alguien cercano. Y cuando el verdugo es familiar, el crimen se disfraza de accidente, de descuido, de muerte natural.
—Ahí está el reto. Saber diferenciar lo voluntario de lo doloso. Porque a veces la herida no se ve… pero está.
En cambio, un homicidio por arma de fuego, por más brutal que sea, grita su verdad de inmediato: casquillos, trayectorias, orificios. La escena habla fuerte.
—El feminicidio pesa más, no por la sangre, sino por el silencio. Por la ciencia que exige. Porque hay que demostrar lo que alguien quiso esconder.
También vivió casos que parecían otra cosa: negligencias médicas camufladas de enfermedad.
—Mi trabajo era desconfiar. Aunque dijeran: “murió por bronconeumonía”. Yo tenía que ver si el cuerpo decía lo mismo.
Recuerda bebés morados que llegaban sin diagnóstico claro. O madres que dieron mal un medicamento sin saber. O doctores que perforaban arterias y se escudaban en transfusiones innecesarias.
—Una vez un niño llegó convulsionando. Lo canalizaron tan mal que le perforaron las venas. Murió en cuestión de horas. Decían que estaba deshidratado, pero no había un solo estudio que lo probara. Fue mala práctica. Y lo probamos.
También llegaron víctimas de cirugías estéticas mal realizadas. Lipoesculturas que perforaban el intestino y terminaban en septicemia. Recuerda el caso de un falso cirujano plástico que, tras provocar la muerte de una paciente, partió su cuerpo en dos y lo ocultó en tambos, intentando desaparecer la evidencia, un crimen reciente que sacudió a quienes, impulsados por modas y promesas de soluciones rápidas, se someten a procedimientos sin verificar la preparación del médico ni la seguridad del lugar.
Pero ella lo dice sin alterar el tono. Sin dramatizar. Como quien ha aprendido a contar el horror sin que le tiemble la voz.
Pero sus ojos, cuando calla, lo dicen todo.
El rompecabezas de los cuerpos
—La atrocidad no es nueva. Siempre ha existido. Lo que cambió en los años más sangrientos de Juárez (2008-2012) fue el volumen, no la crueldad.
Habla de cuerpos desmembrados, de extremidades en bolsas negras de basura, de cabezas sueltas que llegaban sin nombre ni historia. Las bolsas mortuorias, establecidas por protocolo, eran un lujo inalcanzable. En su lugar: bolsas de supermercado, para desechos, lo que fuera.
—Nos llegaban así… partes humanas en bolsas de basura.
—Pero no era culpa del perito —aclara más adelante—. Es lo que hay. Lo ideal sería usar bolsas mortuorias, como marcan los protocolos. Pero por falta de equipo, por el morbo de la gente que se agolpa a mirar, por el calor insoportable de Juárez y porque muchas veces simplemente no hay tiempo, el criminalista de campo levanta los restos con lo que tiene a la mano. Y así nos los entregan.
Ahí empezaba lo más duro: armar el cuerpo como un rompecabezas sin imagen de referencia. Nadie te decía: este es Pedro, esta pierna es de Juan. Tú lo descubrías viendo, deduciendo, intuyendo.
Se fijaba en el tipo de corte, la continuidad ósea, la coloración de la piel, los tatuajes, el nivel de las cervicales. Cada pieza debía encajar de manera científica, como si la dignidad de ese cuerpo —lo poco que le quedaba— dependiera de su pericia.
—Aquí no había rayos X ni escáneres, ni nada de lo que muestran en las series de Netflix. Solo tenías tus ojos, tu experiencia y tu respeto por los muertos.
Cuenta que las personas estranguladas, cuando les quitaban el torniquete, exhalaban un último suspiro atrapado: “
Se escuchaba —describe— como una respiración.
—Yo decía: ay, ya está descansando.
Explica que una persona estrangulada sufre una contracción en las vías aéreas superiores —del cuello hacia arriba— que le impide respirar.
—Usan un cordón, un alambre, algo que les retuerce el cuello hasta asfixiarlos. Llegan con ese torniquete tan apretado que, cuando empezábamos a retirarlo para dejar el cuerpo en una posición lo más natural posible, se escuchaba ese respiro… como si por fin soltara el aire.
Uno de los casos que más la marcó fue el de un hombre que mató a golpes a su hijo de dos años.
—Lo enterró en su casa. Él mismo hizo el ataúd, le metió comida, fotos, juguetes, una mamila con leche… y lo sepultó.
El padre, que pertenecía a un grupo étnico y no hablaba castellano, no confesaba. Gracias al trabajo conjunto de una antropóloga y una arqueóloga del Semefo, se hizo la exhumación.
—Lo impresionante fue que el niño llegó en su ataúd, con la boca abierta como en un grito congelado. Su cuerpecito estaba cubierto de hematomas de pies a cabeza. Tenía fractura de cráneo; murió a golpes.
Al saberse la causa de muerte, el padre fue interrogado con apoyo de un traductor. La evidencia científica dejó claro lo que él no decía.
—¿Se investiga todo por igual?
La ex perito reconoce que no todos los casos se atienden al mismo ritmo.
—Cuando muere un funcionario, un policía, un tránsito, la necropsia y la entrega son inmediatas. En feminicidios sí se investiga a fondo y por lo regular se encuentra al responsable. En los casos ligados al crimen organizado también hay procesos, aunque todos sepamos por dónde iba la cosa.
Seguetas, bolsas y respeto entre ruinas
“Trabajar con lo que hay”. Ese parece ser el lema no oficial del Semefo de Ciudad Juárez. Herramientas rotas, insumos escasos, protección mínima. Todo falta, menos los cadáveres.
—La gente cree que tenemos equipo de alta tecnología. Pero muchas veces abríamos cuerpos con seguetas de carpintero. Sin estuches quirúrgicos. Sin pinzas adecuadas. Sin sierras eléctricas.
Prueba de ello, el stryker, herramienta estándar para cortar cráneos en cinco minutos y sin dañar el tejido, era solo una fantasía. Aquí, tardaban veinte minutos en serruchar un cráneo. Veinte minutos de sudor, dolor en los brazos, vértebras rotas, cabezas del húmero desgastadas. No solo se violentaba el cuerpo del muerto, también el del que lo abría.
—Nos lastimábamos los hombros, espalda, pero nadie lo veía, a nadie le importaba.
La falta de equipo de protección era tan brutal como absurda. Sin overoles, sin cubrebocas, sin botas. Entonces improvisaban.
—Nos hacíamos botas con bolsas de basura y cinta adhesiva. Gorras con camisetas viejas. Y a veces, los prodisectores y camilleros preferían que los médicos usáramos las únicas botas disponibles. Nos cuidábamos entre nosotros. Pero de las autoridades… nunca vimos preocupación.
Esa carencia tan básica —la de un simple cubrebocas, indispensable para no inhalar bacterias o virus— tenía consecuencias inevitables. Sin protección adecuada, se enfermaban de infecciones gastrointestinales, de neumonías muy severas, de bronquitis imposibles de erradicar, porque ahí dentro se respiran bacterias y virus tan agresivos que no se encuentran en cualquier lugar. A veces los fármacos no bastan y el cuerpo se convierte en un huésped vulnerable.
—La última vez tuve una bronquitis terrible —recuerda—. En temporada de frío llegué a estar enferma casi un mes.
Los que más se exponen son los prodisectores. Ellos —dice— suelen pincharse con las agujas al tomar muestras; se hieren, y esas heridas se infectan de forma tan grave que pueden comprometer sus manos, brazos o incluso afectarles los huesos.
Aun así, la vocación no se quebraba. Compraban de su bolsillo guantes, gorros, batas. Porque sabían que afuera había una madre esperando. Una hermana. Alguien que necesitaba ese cuerpo para cerrar el ciclo.
—Eso nos impedía hacer huelgas, además temíamos más a perder el tiempo y enfrentar represalias.
Pero no todo era entrega. También había quienes veían a los cuerpos como objetos. Médicos que mutilaban sin justificación. Investigadores que dejaban extremidades expuestas al aire libre, a la vista de todos, bajo el pretexto de recolectar evidencias. El resultado: errores, contaminación cruzada, pérdidas irreparables.
—Eso no es ciencia. Eso es prepotencia, sadismo con bata blanca.
Nos muestra una fotografía desde su celular, que, por su nivel de crudeza, optamos por describir:
En el centro de una charola metálica, oxidada y manchada por fluidos, reposan dos manos humanas momificadas, con la piel curtida y ennegrecida por el paso del tiempo y la exposición. Una etiqueta de plástico, sujeta de forma improvisada, identifica el fragmento como evidencia o parte de un cuerpo en proceso de estudio.
Estas extremidades son parte de los restos que, según relata, permanecen a la intemperie o se manipulan sin protocolos dignos: se hidratan parcialmente para peritajes, pero quedan expuestos durante horas o días, alimentando la putrefacción y el riesgo biológico para quienes trabajan ahí.
Esta escena es apenas una pieza de un sistema forense desbordado, donde la falta de equipo, la sobrecarga de cadáveres y la negligencia institucional dejan imágenes tan perturbadoras como esta: manos de un muerto cocinándose al aire, bajo la sombra de la impunidad.
Por eso ella decidió hablar. Aunque con miedo. Aunque tarde. Porque la muerte ya había hablado demasiado tiempo en silencio.
—Lo hago por respeto al cuerpo. Por dignidad. Porque esto no puede seguir igual. Alguien tiene que decirlo.
La puerta del horror

Al suroriente de Ciudad Juárez, una puerta metálica abollada, sucia, intenta contener lo incontenible. Por la rendija inferior se filtra un líquido espeso, marrón oscuro, que corre sobre las baldosas blancas. Es sangre putrefacta. Son fluidos cadavéricos. Son restos de hasta 300 cuerpos apilados, sin nombre, sin historia, sin paz.
Ese líquido tiene nombre, aunque nadie lo diga: se llama colapso.
En esa morgue, el olor no es un accidente. Es una constante. Se cuela por los ductos, invade las colonias vecinas, impregna la ropa del personal forense y se instala en la garganta.
Sus tres refrigeradores, de tres por cinco metros aproximadamente, diseñados para 50 cuerpos, almacenan hasta 300, sextuplicando su capacidad. Debido a esa saturación, dejan de enfriar; los ventiladores colapsan y la descomposición avanza sin freno. Cuerpos que deberían estar entre 2 y 6 grados centígrados terminan a temperatura ambiente, en una Ciudad Juárez que puede rozar los 40 grados a la sombra.
—A veces, si un cuerpo entra un día a las cuatro de la tarde, para el día siguiente ya está en estado enfisematoso. Se infla. Cambia de color. Se pudre.
Moverlos se vuelve un riesgo. La piel se rompe. Los huesos se desprenden. Las bolsas se rasgan y los restos se mezclan. Ahí ocurre lo impensable: entregar cadáveres con extremidades ajenas. Sí. Entregar cuerpos que no son.
—¿Y qué hacen? Nada. Las autoridades nomás dicen: “vamos a arreglar”, “ahora sí vamos a inhumar” … pero no lo hacen. Pasan ocho meses. Un año. Y los cuerpos siguen ahí.
Por ley, los cadáveres no reclamados deben ser enviados a la fosa común después de 60 días o hasta tres meses. Hoy, al menos, se colocan en espacios individuales con pruebas de ADN, por si alguna familia los solicita en el futuro. Eso —dice ella— es lo mínimo que puede considerarse digno.
—Pero ese mínimo… ni siquiera se cumple.
Clima, descomposición y la última crueldad
Juárez es una ciudad que castiga. Con el calor, con el viento, con el olvido. Una ciudad que puede llevarte al éxito o a la morgue, sin escalas.
—Tiene su lado noble —dice la ex perito—, pero también es una ciudad que te recuerda que aquí, hasta la muerte es más dura.
Un libro de fisiología forense dice que un cuerpo puede esqueletizarse en seis meses. Aquí basta con dos semanas. La fauna carroñera, el sol implacable, el viento del desierto… todo acelera el final.
Relata cómo un hombre baleado al mediodía en un estacionamiento comercial puede llegar al Semefo con quemaduras, ampollas, piel desprendida. Y eso solo por haber estado dos horas bajo el sol.
—Y luego entra al forense… donde los refrigeradores no enfrían.
Ahí no hay descanso para el cuerpo. Se sigue pudriendo. Se infla, se ennegrece, se llena de gases.
—La necropsia se hace como se puede, con lo que haya, entre restos de otros, entre olores que queman la nariz.
Pasa un día. Luego otro. Y otro más. El cuerpo cambia, se transforma, se desfigura. Y cuando por fin la familia viene a reconocerlo… ya no es su hijo, su hermano, su esposo. Es otro. Una sombra grotesca. “Es un monstruo”.
—Una vez una madre gritó frente a todos: “¡Me estás entregando un monstruo!”. Su hijo no era ese bulto negro y deformado. Era otro: uno que sonreía, que comía con ella, que jugaba fútbol. Pero ese ya no estaba.
La mujer lloraba con rabia. Insultó a los médicos, a los forenses, al sistema. Nadie la culpó. Nadie quiso callarla.
—Ella dijo que iba a demandar. Y nosotros le dijimos que sí lo hiciera. Que denunciara. Que fuera a los medios. Porque eso que ella vivió… pasa todo el tiempo. Pero casi nadie lo cuenta.
Pero no lo hizo. La mujer se fue con su dolor, con su cadáver irreconocible, con la última imagen de su hijo convertida en una pesadilla.
Honrar la muerte en tierra hostil
—¿Por qué decidiste contar todo esto? —, se le pregunta a la ex perito forense.
—Porque es una obligación contar en Ciudad Juárez con un Servicio Médico Forense que funcione. Que tenga personal capacitado, equipo, infraestructura. Las autoridades tienen el deber —el mínimo deber— de garantizar una entrega digna del cuerpo. Ese, al final, es su trabajo. Y ni eso están cumpliendo.
—¿Qué te dejó esta experiencia? ¿Cómo lograste separar el trabajo del trauma?
—Creo que hay personas con un don para ciertas profesiones. Este fue el mío. Aprendí a tener sangre fría cuando era necesario, sin perder mi humanidad.
A ser firme ante el horror, pero no indiferente. Este trabajo —insiste—, le enseñó a sostenerse cuando todo a su alrededor se caía.
Recuerda aquellas muertes múltiples, niños envenenados, de ancianos intoxicados por monóxido de carbono durante el invierno, de familias completas fallecidas por Covid. De escenas tan crudas que dolían incluso después de que todo terminaba. Por eso —dice— hablaba con sus compañeros. Compartía. Lloraba a veces. Reía otras. Porque era la única forma de no perderse.
—Aprendí a valorar lo que antes ignoraba: el calor de un día, el olor de la lluvia, la quietud del viento. La vida puede irse en un suspiro. Y el cuerpo… el cuerpo, incluso muerto, sigue siendo sagrado.
Dentro de la morgue, entre cadáveres y serruchos, hizo lo que pocos hacen: resistir sin endurecerse. No dejó que la muerte la contaminara. La miró a los ojos todos los días. Y eligió algo diferente.
—Siempre intenté transmitir respeto. Incluso en medio de todo, porque era un cuerpo humano que vivió, sintió y porque fue parte de una familia. A veces poníamos música suave. Reíamos. Nos cuidábamos. No por falta de seriedad, sino porque era la única manera de no rompernos.
Al final, dice, ese fue su papel y lo desempeñó con dignidad.
A poco tiempo de su retiro del Servicio Médico Forense, explica que lo que más le pesa es dejar de aportar su experiencia.
—Lo que me duele no es haberme retirado de estas intervenciones, sino la sociedad misma. Siento que hacía bien mi trabajo y me duele no poder seguir compartiendo ese conocimiento. Estuve en lo más crudo de la sociedad. Pero no dejé que me ensuciara por dentro. No vine a burlarme de la muerte. Vine a honrarla.
El sistema está tan podrido como los cuerpos que almacena. Y sin embargo, entre el hedor, el calor, las bolsas rotas y las sierras gastadas, aún quedan quienes creen que la dignidad no termina con la vida. Que cada cuerpo, por más descompuesto, guarda una última verdad. Gracias a ella, esta verdad ya no se pudre en la penumbra de un congelador, amontonada entre otros cuerpos sin nombre. Hoy respira. Hoy nos mira. Nos recuerda que no basta con seguir vivos: hay que mirar a los muertos de frente.
Memento mori. Jamás olvides que morirás.
Memento amare. Recuerda amar.
Porque solo quien ama sabe honrar hasta el último aliento.
[Material gráfico: Cortesía | Debido a lo explícito de su contenido, en Ser Visible nos reservamos el derecho de no publicar la totalidad de las imágenes que nos fueron facilitadas para esta entrevista, por respeto, ética profesional y consideración a nuestra audiencia].